17 may 2009

Al acecho

Lo que más me molesta es que no haya sido en la noche, sino en pleno cielo aclarado, con el sol resplandeciendo como nunca. Un clima que ha cualquiera le infla el ánimo. ¡Ya no respetan ni en la luz! Eran las doce y media del mediodía y yo estaba próximo a llegar al colegio. Tenía puesto mi pantalón negro, mi camisa blanca debidamente planchada con el cuello indebidamente doblado, mi mochila verde a la espalda…, ah, y mi super reloj de diez soles en la muñeca izquierda. Estaba con unas ansias raras de llegar a mi salón. Estaba de buen ánimo. ¡Qué mala suerte la mía!

Me había detenido en medio de dos pistas; es decir, había cruzado la primera pista y me paré en una especie de vereda ancha, esperando junto a otras personas que los carros de la segunda pista frenaran. El sol brillaba y se oía una música que provenía de un mercado. Era un buen día que me inspiraba aún más a llegar y sentarme en los asientos bipersonales del 3.º D de secundaria. Agaché la cabeza para observar mis zapatos, estaban bien lustrados. Brillaban. Acomodé el cuello indebidamente doblado de mi camisa y le di unas peinadas manuales a mi pelo mojado. Entonces los carros se detuvieron; iba a cruzar, pero antes levanté mi brazo izquierdo y coloqué a una distancia prudente mi muñeca en dirección a mi vista. No recuerdo que hora observé, lo único que recuerdo es que segundos después de levantado mi brazo comencé a forcejear con un tipo que, sin vergüenza este, me arrancó el reloj y se fue corriendo como alma que lleva el diablo -hubiese sido un gran contrincante de Usain Bolt-. Tarde en reaccionar, y comencé a seguirlo, pero el muy bandido tomó gran distancia y desapareció. Me quedé parado al borde de la pista, viendo con cara de sonso como un punto negro se perdía e iba desapareciendo con mi reloj que parecía super pero que valía diez soles.

Claro, me había echado el ojo desde que crucé la primera pista. Como un león al acecho se había escondido entre las yerbas de personas que lo ocultaban y con las que se mezclaba, observando a la víctima más inocente y despistada que tuviera un reloj en la muñeca izquierda, un reloj que se había propuesto robar, quién sabe solo porque tenía ganas de ver la hora, o porque podía venderlo a buen precio en el mercado de donde venía la música.

Entonces vista ya su presa, o sea yo, me había seguido con la mirada, yendo de un lado a otro, midiéndome, primero, y luego cruzando junto a mí y las demás personas la primera pista. En la vereda ancha, se paró como cualquier otro transeúnte, con una vestimenta insospechable, y esperó el momento oportuno (que mejor momento que el brazo de un colegial al aire, quieto, a la vista de todos), y que el semáforo cambiara de color, para empezar a correr sin peligro de ser arrollado. Entonces perdí.

El buen clima, el estado de ánimo en el que me encontraba, la cantidad de gente que me flanqueaba, la luz del día; me es hasta ahora molesto pensar que se haya atrevido a robarme en tal situación… “Chibolo sonso ahí”, diría aquel choro aún corriendo con una leve sonrisa de orgullo y satisfacción, creyéndose el “vivo”.

Eso fue lo que recordé, lo que me hizo recordar mi amiga cuando, un día después de que le robaran esa cosa que las mujeres usan en el hombro, que cuelga muy cerca de sus pechos, y que las hace lucir tan bien, realmente bien, me contó su lamentable historia.

Su historia es muy triste, a diferencia de la mía, porque a ella le robaron en la noche. En la oscuridad –todos lo sabemos-, ellos se desplazan con total confianza, siempre al acecho. Organizan su mejor alianza: se alían con las penumbras. Es por eso que yo la comprendía, la consolaba y le decía que tenía que tener más cuidado, mientras la veía muy dentro de ella, “como un libro abierto”, a través de sus grandes ventanas húmedas donde nacían lágrimas que caían como rocío.

Ella me contó que la noche del viernes, cuando se venía de trabajar, le robaron su bolso. Había salido de su trabajo y caminó unas cuadras hasta llegar a un puente, el cual cruzó para desde el otro lado poder tomar un carro en el paradero. Eran aproximadamente las nueve de la noche. En el paradero había muchos hombres y mujeres, ambulantes, hombres durmiendo en el suelo, “en verdad, pobrecitos”, y unos cuantos postes que alumbraban levemente la noche con esa luz amarilla que amarilla todo y que da un ambiente extraño, un poco agradable. Tenía frío y por eso que ya quería llegar a su casa, y fue cuando de pronto alguien le arranchó su bolso y se fue corriendo, y nadie hizo nada, solo miraban como ella trataba de seguirlo y como el otro desaparecía. Ella en realidad no lo siguió, no tenía intención de seguirlo, solo fue una reacción instintiva, pues inmediatamente ella regresó los diez pasos que había dado.

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Eso fue lo que me contó un sábado en la tarde, aún algo asustada por la forma en que le robaron. Yo trataba de calmarla, de consolarla, diciéndole todas esas palabras y frases que se dicen cuando alguien te cuenta que le robaron, que le robaron el bolso en la noche y no en la tarde, porque entre la luz y la oscuridad hay una gran diferencia. Ella me miraba y me escuchaba y supongo que se sentía bien por estar con alguien que también la escuchaba y la miraba y le decía algo, cualquier cosa, pero le decía. Hablamos un momento de lo que le había sucedido, comentamos muchas cosas: que el ladrón era un %&·$, que había salido de tal lugar, que las personas son así por hacer nada, que esto y esto. Y luego yo le conté, le conté que a mí me habían robado hace muchos años, cuando era chibolo, que fue en la tarde y que me molestaba recordarlo, pero ya lo recordé. Comencé a contárselo y ella comenzó a sonreír.  


Hace unos días recordé algo que fue como un recuerdo que apareció por sí solo, en una intención voluntaria del recuerdo de ser recordado para alegrar a su dueño. Yo estaba hablando con unos amigos sobre ciertos temas, y de pronto solté una frase que cambió inmediatamente la línea por el que avanzaba la conversación, digamos que tomó una ruta insospechada, creada en ese instante y por la cual todos avanzamos con la mayor de las alegrías. Dije algo como que “sí, en esos momentos se parece a Pitufo Vanidoso cuando se mira en su espejito, con una flor colocada en su oreja derecha o izquierda, no sé, con una mano sosteniendo el espejo y su otra mano delicadamente levantada, viendo que se ve bien”.

No sé cómo pude pensar en esa comparación, en esa analogía tan infantil; por qué usar a un pitufo como recurso de comparación... De pronto alguien dijo, entre extrañado y dubitativo y un poco irónico, “¿Pitufo Vanidoso, y eso, parece que veías mucho pitufo?”, y otra dijo algo así como “acaso tu no veías Los pitufos, todos veíamos Los pitufos, era uno de los mejores, que pena que ya no lo pasen”, y alguien añadió un poquito más de leña al fuego de los recuerdos, diciendo que “sí, nada como los dibujos de los años ochenta, setenta y sesenta”. Y así empezó el recuerdo, que como dije, yo en verdad no tuve intención de recordar, salió de la nada, del inconciente, eso, del inconciente.






Y en verdad me alegró recordar. En esos años de los que me acuerdo que veía este dibujo, tendría unos siete u ocho años. No eran los años ochenta ni mucho antes, pero los dibujos sí lo eran. Eran los años noventa, durante el gobierno de un señor de ojos chinos pero de origen japonés que hoy, en estos precisos momentos, ya tiene seis años de alquiler gratuito en la cárcel y posibles veinticinco años más. Pero eso debe ser un poco triste para algunos así es que como decía eran los años noventa y yo era un niño fanático de los dibujos. En esos tiempos, los dibujos se veían en televisores pequeños, y para cambiar de canal y de volumen, uno se tenía que acercar hasta la pequeña perilla para darle vuelta de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Los canales en donde salían comúnmente los dibujos que recuerdo eran el trece, el cuatro y el cinco, si no me equivoco. Pero hasta ahora no hablo de los dibujos.

Los dibujos que más me gustaban y que me siguen gustando más, eran Los pitufos, El Rey Arturo, Los thundercats y Los transformes. Disculpen esta apasionada declaración de gustos pero la realidad es que esos dibujos han marcado mi niñez, han construido mi libro de recuerdos misteriosamente oculto en alguna parte de mi cerebro, y debo decir además que los dibujos de ahora no se comparan a los de antes, por lo menos no todos. Los de antes tenían una distinción particular, una diferencia en sus personajes, en sus ambientaciones, en sus historias o tramas o como quieran llamar a eso que contaban que en un planeta llamado Tercer Planeta, vivían unos seres extraños, o que en un bosque vivía una familia de pequeños duendecillos azules que dicen algunos era la representación utópica de la sociedad, o sea del socialismo, o que formaban una secta religiosa nada buena.

Pero bueno, en esos años yo era un niño y recuerdo que siempre me gustaba ver a esos seres extraños del Tercer Planeta, que en realidad era el planeta Tierra en un supuesto futuro. Esos seres extraños eran extraños porque eran mitad hombre y mitad felino. Había un león, un tigre, una chita, una pantera, un gato, y mí preferido era el león, es decir, Leono. Él era el líder, el que podía ver más allá de lo evidente gracias a su ojo, al Ojo de Thundera, el Ojo de la Espada del Augurio.

Leono me gustaba porque era el líder y a quién no le gusta ser el líder, más aún cuando se es niño. Pero la verdad la verdad quien me gusta más ahora es Chitara. Esto lo he descubierto hace unos años. Ha sido como un gusto secreto que hasta hace unos años aún seguía secreto, oculto por una timidez y vergüenza infantil, o más bien inocencia, que hoy ya ha desaparecido por completo y me ha permitido descubrirme y asombrarme al pensar en esta gata fiera con su cabello amarillo con manchas negras, ondulado y largo que baja hasta su espalda arqueada, de una silueta suave y fina que quién no quisiera recorrer, y con una sensualidad felina que brota por su rostro. Así la veo y me sorprendí la primera vez que la imaginé así.

Así, siempre con el gusto de ver a Leono o Pantro o Tigro o, como no Snarf, me sentaba en mi silla de madera armable, prendía mi televisor acercándome hasta la perilla, y escuchaba el inicio del dibujo, esa presentación a través de esa música que terminaba diciendo "Thundercats, los felinos... cósmicos", con un sonido de fondo pausado y largo.

Después, hay otro dibujo que también veía, aunque no tanto como Los thundercats. Lo evoco por una sencilla razón: influyó en los actos pueriles de un familiar. No sé que edad tendría. Era bastante chibolo, tanto que no me acuerdo. Pero lo sé ya que muchas veces mi mamá o mi papa siempre lo evocan, hasta ahora, cada vez que estamos de chacota, recordando cuando éramos apenas unos mocosos, unos niños bonitos, “lindos eran, y mira ahora”. “¿No te acuerdas?, siempre cogías tu espada, la levantabas y gritabas "¡yo… tengo el… puré!", dice mi mamá, mientras que mi hermano “(risa) sí, sí me acuerdo”, mostrando en su gesto un leve aire antiguo e inocente, de niño. Siempre sucedía eso, siempre sucede eso, casi siempre de la misma forma, cada vez que recordamos como mi hermano imitaba, alterando un poquitito la frase, a Hemán, el príncipe Adam.

Luego está el Rey Arturo. Aquí es necesario detenerme un rato y decir lo siguiente: este y Los thundercats eran los mejores. De este dibujo hay muchas cosas para traer a la memoria, como cuando Arturo aún muy chiquillo e inmaduro saca la espada incrustada en una roca y la eleva hacia al cielo; cuando aparece como rey y luego como un vagabundo y aventurero amigo de un gordo, un niño rubio y un loro hablador; cuando se va a escondidas y aparece luego con su armadura, su espada, su escudo y su caballo; o cuando se pone a luchar junto a sus amigos de armadura; y muchas otras cosas más; pero al menos yo tan solo con escuchar la música de entrada de este anime ya estoy por satisfecho.




oo

Hace cuatro años no imaginé escribir sobre él. Lo observé durante veinte minutos y , tras algunos ataques de risa, abandoné el aula donde proyectaban la película Luces de la ciudad. En ella se veía al personaje de nombre Charlot, un tipo pequeño que caminaba como si usara el zapato izquierdo en el pie derecho y el derecho en el izquierdo, un pingüino vestido de frac negro y pantalón holgada, con un agujero notable en la nalga derecha. Entre la nariz y la boca se veía un pequeño bigote trapezoidal que, de vez en vez, hacía bailar de izquierda a derecha como si algo le picara.  Siempre acompañado de un bastón flexible manejada con elegancia, como un gentleman de la más alta clase social y adinerada.

Sin embargo, más allá de una o dos tapadas de boca, en un intento por obstaculizar la fuga de un grito femenino, agudo, sus payasadas no fueron suficientes para llamar por completo mi interés.

En aquellos días, de Chaplin-Charlot tenía la imagen simple de un actor del cine mudo. No lo conocía mucho y creía que no era cosa de otro mundo. No estaría escribiendo estas líneas si no fuera porque días después volví, por el azar, a ver la película, siendo el inicio de una admiración que hizo que gastara, sin miramientos y quedándome muchas veces sin pasaje, sus películas más y menos famosas.

Lo recuerdo muy bien. Sentado en una de las carpetas, esperé sin mucho entusiasmo que mi profesor volviera a poner el video. La película inició y desde el primer minuto comencé a reír, como aquella primera vez, con la única diferencia de que esta vez decidí quedarme, ver que más hacía este personaje y, sobre todo, saber en que acabaría la historia.

Algunas escenas de esa película son ahora símbolos históricos de la comicidad: Charlot que no resiste la curiosidad de ver los atributos de una mujer desnuda parada detrás de una vitrina. Charlot dando clases singulares de boxeo.

http://www.youtube.com/watch?v=zskO9O3hF78

De Charlot se dice y escribe mucho. Uno de los tantos comentarios y críticas sobre este personaje, me sugirió una idea. Charlot es un payaso, un clown. Nunca había pensado en eso. Charlot es gracioso, singular; da risa. Pero pensarlo como payaso fue algo, por lo menos, muy lejano a mis interpretaciones (no como alguien que hace payasadas, sino como un verdadero clown). Ahora, cada vez que lo vuelvo a ver, no tan solo lo veo como clown, sino, como dijo Mariátegui en uno de sus artículos refiriéndose al clown inglés, como "... el máximo grado de evolución del payaso..., un mimo elegante...".

Ver a Charlot es ver a un payaso actuar. Todo en él es reflejo de un payaso en continua labor: sus ademanes, su forma de caminar, de sentarse, mirar, comer, expresarse. Es como si Charlot antes de ser vagabundo haya sido un payaso. Un vagabundo que a pesar de haber dejado aquel oficio, de no tener ya la indumentaria de clown, aún le quedara inevitablemente el espíritu de payaso. Un payaso vagabundo.

Lo interesante de todo esto son dos ideas que se me ocurrieron a raíz de esto: la primera es que Charlot (el personaje) no sabe que es un payaso o que parece un clown de verdad; y la segunda es que, en realidad, su creador no construyó un payaso. La idea es esta: Charlot no fue creado como un payaso, pero lo es, pero, por otro lado, él no lo sabe. He aquí la idea o problema principal. ¿Por qué Charlot aparece como un verdadero payaso, sin que sea esa la intención tanto de él ni -por añadidura- la de su creador Chaplin?

La respuesta a esto, creo yo, es su propio creador, Chaplin.

Charlie Chaplin, nacido en Londres en 1889, proviene de una familia de clowns. Fue desde pequeño un pantomimo, un clown de circo. En su niñez aprendió y desarrolló el arte de los gestos, de la imitación, heredado, se dice, de su madre, quien era actriz de teatro. Los gestos y la imitación, además de su ingenio, siempre fueron sus principales recursos de clown. Los que hablan de él siempre coinciden en algo: su capacidad para imita y gesticular, su gracia natural e ingenio para improvisar. Una gran muestra de lo dicho es un video que hasta antes del 2007 era inédito. En el video aparece un Chaplin joven imitando a Greta Garbo y a Napoleón, con una gracia que demuestra su origen: el circo.

http://www.youtube.com/watch?v=6pHcz4uHZC8

Es por este antecedente de Chaplin que creo lo siguiente:

Todo lo que de payaso tiene Charlot, se debe a su creador. Chaplin cuando lo construyó no tuvo la intención de crear un payaso, es decir, que el perfil de su personaje fuera el de un payaso. El problema con ello es que al ser Chaplin un clown, un pantomimo, su espíritu se trasladó al de Charlot involuntariamente. Es cierto que lo hizo gracioso, divertido, tanto como él, pero nunca lo pensó como un payaso. Es por ello que Charlot no es conciente de eso, de su espíritu clownesco. Actúa y piensa como lo que es, como fue creado: un vagabundo gracioso. Y ni siquiera es conciente de esto último (cuando baila su intención no es hacer reír. Así es él, un payaso, solo que no lo sabe).

Charlot, con vida propia, se presenta de esta manera en cada una de las películas como un payaso vagabundo -aunque inconciente de ello-, no como un vagabundo payaso.

Por ejemplo, en la película Vida de perro lo vemos mostrarse como un gran pantomimo. Con hambre, y con un perro en sus mismas condiciones, Charlot se acerca a una carreta donde un pobre vendedor prepara  panes. Charlot deja a su perro a un costado, echado y con mucha hambre y se alista a llenar su barriga. Charlot no puede tener más suerte: el vendedor ha dejado una bandeja con panes recién hechos y le da la espalda mientras sigue cocinando otros. Con un fugaz movimiento del brazo, coge uno, dos panes y se los lleva a la boca casi al mismo tiempo, pero antes de masticarlos y tragarselos el vendedor voltea. Charlot inmediatamente muestra su más inocente e indiferente gesto al mismo tiempo que paraliza su boca y cada parte de su cuerpo. Pero hay algo diferente en su rostro: sus mejillas tienen una leve hinchazón. El vendedor lo mira, mira los panes, nota que la bandeja está menos pesada, vuelve a mirarlo y este permanece en quietud y desdén, con los cachetes aún levemente inflados: no ha hecho nada. El ingenuo vendedor voltea, y claro, Charlot, en un solo y rápido movimiento de la boca, se pasa los panes. Luego vuelve a coger otros, se los come en unos segundos, y el vendedor vuelve a voltear inmediatamente, pero ya era tarde de nuevo: la bandeja no era la misma. El vendedor, sorprendido, dirige su mirada hacia el perro y mueve sus cejas en gesto de suspicacia. El inocente perro lo mira y se lame el hocico.

http://www.youtube.com/watch?v=_MsiK54ZWGM&feature=related

Una muestra final -la más importante diría yo- de Charlot clown es la película El circo, de la que Mariátegui dijo: "... es, subconcientemente, un retorno al circo, a la pantomima". Es aquí donde Charlot se desenmascara, claro, aún sin darse cuenta, y se presenta como un clown:

Como siempre, errante, Charlot camina por las calles, sin nada en los bolsillos, hasta que por el azar consigue trabajo en un circo. El dueño observó en él a un verdadero payaso, a alguien que hacía reír a la gente a diferencia de sus payasos. Charlot se convirtió en la estrella del circo, pero sin saber que lo era, ni por qué. El dueño lo sabía y por eso trató por todos los medios de evitar que lo supiera. Sin embargo, al final supo que lo era, pero nunca por qué: Charlot siempre fue un payaso, pero él nunca fue consciente de eso. 

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Una gran frase al respecto sería la dicha por André Bazin: “De no haber existido el cine, Charlot hubiera sido sin duda un clown de gran talento…”. Pero, claro, siempre y cuando alguien se lo dijera.



Eran aproximadamente las tres de la tarde. Quizá para el anciano lo que le sucedió solo fue parte de una eterna rutina. Gritó y gritó hasta romper los oídos, pero durante varios segundos su voz ronca flotó en el aire, cansada y frustrada al no ser atendida. Ese día el peso de su edad pesó más que nunca, tanto que ni Cicerón, en voz de Catón, hubiese sido capaz de consolarlo y animarlo.

Yo había tomado un carro en dirección a la universidad. Me senté en un asiento individual, junto a la ventana. Tenía como acompañantes de viaje a una madre con su hija, un hombre de edad madura con un periódico en mano, una señora tejedora y otros pasajeros detrás de mí. Tenía tanto sueño y aburrimiento que creí cierto por un momento eso del clima limeño: “Que es adormecedor, tanto que hasta los perros lucen perezosísimos e indiferentes” (H. Unanue).

Después de veinte minutos, el carro llegó a la intersección Bolivia-Arica. El semáforo cambió de verde a rojo antes de que el carro pudiera cruzar. Entonces me quedé sentado, esperando el cambio de luz, mientras escuchaba los murmullos de la madre y su hija, mientras veía como el señor leía su periódico Ajá con una concentración casi imperturbable, y como la otra señora venía tejiendo una prenda. Como cualquier otro día de invierno, en Lima, el cielo y la atmósfera gris eran adornadas por masas de humo que flotaban hasta desaparecer en el cielo enfermo, y en las casas y edificios donde tomaban asilo, cambiando su nombre por el de hollín.

Afuera la algarabía corría de un lugar a otro junto a las personas y los autos y el tiempo agitador de una tarde donde nadie se detenía. Las bocinas de los autos resonaban y se mezclaban con los gritos de los cobradores. Los transeúntes, esclavos del tiempo, iban y venían de todas direcciones. Unos y otros avanzaban, cruzaban pistas o subían a los carros. Los policías de transito trataban de poner orden. Lo que hacían era elevar el grado de bulla y confusión. Mientras tanto, dentro del carro la quietud estaba sentada, tapándose los oídos, tratando de aislar la algarabía externa por unos segundos.

Eran aproximadamente las tres de la tarde. Mientras el carro seguía detenido, comencé a cerrar los ojos. Quería dormir y poder alejarme de la bulla. Permanecí con la vista a oscuras durante unos cuantos segundos, pero los abrí bruscamente por un grito que al principio no supe de dónde venía; un grito que se impuso frente a todo aquel caos sonoro de la ciudad. Levanté los ojos con una sensación extraña. La tonalidad de aquella voz ronca no era como cualquier otra, sentí una quejumbrosa voz bañada en rencor; una voz senil que luchaba por ser atendida y auxiliada.

El gritó se elevó entre los carros y las casas pidiendo ayuda en una frase corta pero contundente: “A la Av. Tacna… Quiero ir a la Av. Tacna… Un carro a la Av. Tacna, carajo”. El señor del periódico dejó de leer; la señora con su hija dejaron de conversar y la señora tejedora dejó de tejer. Todos llevaron su vista hacia la fuente de aquel grito. Yo hice lo mismo, y pude verlo. Era un anciano de espesa barba blanca, con una camisa blanca de manga larga y un pantalón hasta los tobillos, raídos como el de un vagabundo. En la mano llevaba un bastón que hacía de soporte de su cuerpo encorvado y viejo, con el que golpeaba el suelo al mismo tiempo que seguía gritando: “Un carro a la Av. Tacna, carajo… Carajo, la Av. Tacna”.

El anciano siguió gritando la misma frase. Caminó de un lugar a otro de la vereda, chancando el suelo con el bastón. Las personas pasaron frente a él, mirándolo con asombro. Pero nadie se detuvo. El viejo se paró y alzó levemente su bastón. Luego comenzó a moverlo con la violencia que le permitía su senectud, como intentando golpear a alguien y a la fuerza buscar el carro a Tacna. Pero nada. Los transeúntes pasaron y desaparecieron en el tiempo y la ciudad.

El anciano se calló. La voz gastada se terminó de gastar. El anciano detuvo sus pasos sin rumbo, detuvo su bastón y fijó su mirada en un solo punto. Fue entonces cuando lo pude ver realmente. Un color blanco y nublado cubría sus ojos. Eran como dos ventanas que daban a un profundo vacío. Era una mirada que no miraba nada, que miraba la nada, que miraba dentro de sí, muy adentro, en la oscuridad de la nada.


Esos ojos se detuvieron, más oscuros que nunca, más ciegos que nunca. El anciano parecía perdido entre un mar de gente y bulla que se mostraba en representación de la modernidad. Fue entonces cuando, parado en medio de la vereda, callado e inmóvil, como si su mente y alma se hubiesen escapado de su cuerpo, una mujer que salió de una tienda cercana se le aproximó y lo cogió del brazo. Repentinamente el anciano volvió a la vida con un leve sobresalto del cuerpo.

La joven mujer, con el brazo del anciano envuelto en el suyo, le habló al oído y al parecer le preguntó: “Hacia dónde quiere ir”, pues el anciano gritó: “¡A la Av. Tacna!”. Entonces avanzaron hasta el borde de una de las pistas. El semáforo cambió de color y cruzaron hacia la pista por donde pasa el carro que va hacia Tacna. Mientras tanto, el carro en el que yo permanecía sentado también avanzó, pero esta vez ya no quise dormir, pensando que yo también formé parte de aquella ciudad moderna, bulliciosa, agitada e indiferente.

En mi casa nunca me hacen caso cuando digo algo, cuando quiero opinar. En mi colegio me han enseñado que a pesar de eso igualito debo decir lo que pienso. Y aunque sé que mis palabras no tendrán importancia para muchos, ni siquiera lo leerán, igualito lo haré, porque quiero y porque eso es lo que me han enseñado, porque, dicen mis profesores, uno desde pequeño tiene que mostrar una postura y que eso ayuda a cambiar las cosas; no sé cómo podría cambiar las cosas con mis palabras; pero no importa, allí voy, me lean o no.

En mi casa me ven como un niño más, la única persona que me escucha con seriedad es mi tío. Él siempre está con su diario en la mano o con un libro de título medio raro (él sabe mucho). Algunas veces le pido que me preste uno, pero en lugar de eso me regala o me compra uno nuevo. En mi pequeña biblioteca (para mi edad, dice mi tío) tengo muchos libros. Se sorprenderían si lo vieran. Como decía, mi tío siempre está con un libro o un periódico y siempre anda soltando informaciones y datos y opiniones (verdad: mi tío vive a unas cuadras de mi casa, siempre lo voy a visitar).

Ahora último, en mi casa se ha estado hablando mucho sobre un tema. En varias ocasiones he querido opinar, pero claro, "soy un niño". Mi papá, mi mamá, mi hermano y su novia, mi hermana, hasta mi abuelita que ha venido a visitarnos y se ha quedado por una semana han dado su opinión.

Todo empezó días antes del siete de abril. El juicio a Fujimori estaba por culminar. Este caso lo he seguido porque me pareció importante, tanto que hasta averigüé sobre este señor. Leí que fue presidente del país, y que es de descendencia japonesa, pero que nació aquí, y que, debe ser por eso, tiene doble nacionalidad. El señor expresidente comenzó a ser enjuiciado después de haber sido extraditado por la Corte Suprema Chilena, gracias a la demanda enviada por el Perú. Lo trajeron por siete casos y, ya teniendo una condena de seis años, estaba siendo enjuiciado por los casos de Barrios Altos, La Cantuta y los secuestros en los sótanos del SIE. Faltaban poquitos días para la sentencia. Ya ven como sé, y a pesar de eso en mi casa no me hacían ni me hacen caso.

Mi papá estaba de acuerdo con que este señor de ojos chinos sea apresado, condenado, porque le hizo mal al Perú. Mi mamá también decía lo mismo, pero a ella le daba pena, no sé por qué, seguro porque lo veía viejito. Todos en mi casa creían en su culpabilidad: mi hermano, su novia, mi hermana... ah, mi abuelita también pensaba lo mismo, decía “ese chino es un ratero y un sinvergüenza”.

El día de la sentencia, todos estaban felices. En la noche, como siempre, todos estábamos reunidos en la mesa, para la cena. Fujimori había sido condenado a veinticinco años de cárcel, la máxima pena -dijo el juez-, acusado de autor mediato (autor mediato, autor mediato, sí, mi tío me lo ha explicado). Mi papá creía que la condena era la que se merecía el “dictador Fujimori” (mi papá le dice dictador porque hacía lo que quería, porque tenía un poder absoluto, eso me ha dicho mi tío). En mi casa todos estuvieron a favor de la condena a ese señor dictador, pues, dicen, le hizo daño al Perú cuando yo aún no nacía o estaba muy pequeño.

Yo también quise dar mi apreciación, porque yo pensaba algo, había escuchado la radio, a mi familia y a mi tío. Pero no me escucharon. Lo que quise decir en ese momento, en la cena, es que había escuchado a muchas personas decir que Fujimori también hizo cosas buenas, que acabó con el terrorismo, que estabilizó la economía, y que por eso Fujimori era más bueno que malo y no merecía estar preso. Yo quería decir eso porque en realidad estaba confundido: si hizo cosas buenas, ¿por qué fue condenado a prisión? Qué confuso. Fue por eso que me apoyé en la única persona que me podía explicar y escuchar: mi tío.

Ustedes no conocen a mi tío, si lo conocieran también quisieran ser su sobrino, se los aseguro. El es un hombre muy alto, tan alto que puede tocar el techo de su casa. Sus manos y sus piernas son muy largas y delgadas. Cuando camina yo debo casi correr para poder darle alcance. Cada paso suyo son cinco míos. Yo algunas veces intento imitarlo cuando lo acompaño a algún sitio, me pongo detrás de él sin que se dé cuenta y comienzo a caminar como él, corriendo algunas veces porque no es fácil darle el alcance. Alargo mis piernas lo más que puedo, mientras algunas personas se ríen, hasta cuando voltea y me mira fijamente, soltando después una risa. Mi tío es muy bueno, pero mejor es mi tía, su pareja, que siempre me recibe con cariñitos y besitos y abrazos y sobre todo con un clásico. Ella es una mujer muy atenta. Cuando voy a visitarlos, subo a la terraza y, mientras leo junto a mi tío, ella nos trae algo de comer y se sienta a acompañarnos.

El día sábado, después de la sentencia, fui a visitarlos por la mañana. Ya había pasado muchos días desde la sentencia y muchas cosas qué escuché me tenían aún más confundido. Como siempre, mi tía me recibió con un beso y un abrazo. Ya dentro, subí como mecánicamente, instintivamente, por el único camino por el que siempre subo todos los sábados por la mañana, levantando pie tras pie, brazo tras brazo, pensando en cómo mi tío debía estar sentado en su silla y que pronto, al terminar de subir la escalera, se sorprendería gratamente al verme.

Mi tío estaba como siempre sentado en su silla, con un periódico inmenso que le cubría toda la cara y gran parte del cuerpo, mientras unos rayos de sol lo atravesaban. Me acerqué lentamente a él, y con un susto de voz y brazos hice mi presentación (¡bu!). Mi tío me recibió con una sonrisa. Me senté a su lado y luego mi tía vino a acompañarnos. Los tres nos quedamos sentados: mi tía leyendo un libro, mi tío leyendo su periódico y yo esperando el momento para empezar a preguntar y salir de la duda y además poder por fin hablar mientras alguien me escucha con atención e interés. Esperé unos minutos. Cogí el libro que había llevado conmigo y aparenté leer. De rato en rato los miraba sigilosamente, apartaba mi vista muy lentamente y los miraba por un lado del libro (creo que ellos se dieron cuenta). De un momento a otro, mi tío apartó su periódico y me quedó mirando. Yo dejé el libro a un lado y también lo miré. Mi tía se quedó mirándonos. Entonces al fin pude decir lo que creía sobre este asunto.

Primero empecé mencionándole la condena de veinticinco años y luego que yo creía justa la condena, por todo lo escuchado y leído, aunque me sentía un poco confundido porque muchas personas aún lo defendían.

-Sí, pues, tío, algunas personas mencionan la escasez de pruebas directas contra Fujimori, porque, dicen, solo son algo así como indicios (en el diccionario dice: “Fenómeno que permite conocer o inferir la existencia de otro no percibido ¿?). ¿Qué son indicios, tío? (...) Y que por eso la condena no es justa. Pero no solo eso, tío; también dicen que Fujimori no tuvo relación con las matanzas, que lo que hizo Fujimori fue humanizar el plan de lucha contra el terrorismo (eso dice un señor gordo de ojos grandes y verdes que da miedo; parece que nada le importara). Humanizó, tío, eso dijo, por qué se ríe... Bueno, tío, dicen eso y que además el no dio órdenes directas, que ni siquiera sabía de la existencia de este grupo, Colina. Por último, tío, y esto es lo más confuso, dicen que Fujimori gobernó en un momento difícil, y que sin embargo estabilizó y desarrolló la economía del país y acabó con el terrorismo, y que por eso hizo muchas cosas buenas y pocas malas, y que las malas las hizo porque la situación lo ameritaba… ¿Cómo, tío, algo así como lo de Romero? ¿Quién es Raúl Romero, tío?... Sabe, tío, yo aún estoy seguro de su culpabilidad. Sus defensores solo mienten...; claro, tío, porque un presidente que fue jefe de las Fuerzas Armadas cómo no va a saber nada, y cómo nunca hizo nada por investigar los casos y por el contrario trató de ocultarlo, defendiendo luego a los culpables, y cómo viene tan tranquilo, después de irse, con una sonrisa altanera, como si las víctimas nunca hubiesen muerto y no hubieran padres o hermanos o amigos sufriendo. Tío, por eso aún creo eso, pero insisten tanto...

Mi tío me escuchó hasta la última palabra, aclarándome algunas cosas en ciertos momentos, y luego me dijo lo que sabía y pensaba. Empezó primero diciendo que indicios es el elemento relevante de este juicio, junto con el concepto “autor mediato” y “dominio del hecho”.

-Mira, Pepito, en este juicio se ha tomado en cuenta los indicios, legalmente válidos pues en los casos de gobernantes acusados de lesa humanidad no se han encontrado documentos directos, como no lo hubo en el caso de la matanza judía por los nazis…, después te explico qué es eso…; el caso es que es un recurso legal. La Sala Especial lo tomó en cuenta para concluir el fallo. Sobre los indicios hay muchos ejemplos, algunos de ellos son a los que tú te has referido… se ve que has estado al tanto…: que Fujimori estuvo al mando de las Fuerzas Armadas, que ocultó el delito y luego defendió a los culpables, amnistiándolos. Además, hay pruebas de que creó dos sistemas de lucha; uno conocido, y otro oculto en el que participó el grupo Colina, encargado de la eliminación; Martín Rivas lo ha dicho en una entrevista, aunque después lo haya querido negar. Otra cosa es el orden jerárquico y de mando: en el SIE se formó un aparato de poder que empezaba desde el grupo Colina y llegaba hasta Montesinos y Fujimori, lo que induce -ves, aquí el término- que Fujimori sabía de este grupo, que él fue el creador, el responsable. Y así otros indicios, como las felicitaciones al grupo Colina, los testimonios de Gorriti y Dyer, etc. Pero ahora lo otro es la “autoría mediata”, lo has de haber escuchado.

-Sí, y me confunde un poco.

-Esta tesis se usó para condenar a Fujimori a la máxima condena legal, la de veinticinco años. La autoría mediata se le imputa a aquellos que cometen un delito a través de una segunda persona bajo su mando; en el caso de Fujimori, él y el grupo Colina formaban parte de un aparato de poder estructurado, del que Fujimori era jefe y el grupo Colina estaba bajo su autoridad. ¿Por qué era autor mediato? A ver, Pepito, ya que el grupo Colina estaba subordinado a Fujimori, pues este era jefe del aparato de poder –esto es dominio del hecho, sobrino, recuerda-, las acciones cometidas por este grupo eran responsabilidad de él. ¿Me entiendes, Pepito? El grupo Colina recibía las ordenes de arriba, del jefe máximo, de Fujimori. Él era conciente de las funciones de este grupo. Por último, sobrino, los indicios y la autoría mediata se vinculan, pues gracias a los indicios se pudo inferir o deducir o saber que Fujimori era responsable del origen del grupo Colina y de sus actos. Espero me hayas entendido, Pepito; ¿tienes alguna pregunta?

-Sí, creo que entendí -le dije a mi tío luego de escucharlo con mucha atención. Autor mediato, indicios y dominio del hecho. Sí, y hasta los había apuntado, por si acaso-. Pero, tío, se ha olvidado de las otras cosas; eso de cosas buenas y malas, de humanización, de un momento difícil y de agradecerle por las muchas cosas buenas.

-Ah, cierto -me dijo mi tío-. Mira, sobrino, con Fujimori el Perú cayó en lo más profundo de la corrupción, se destruyó la democracia, el desorden imperó, los medios de comunicación perdieron todo respeto. Fujimori hizo lo que quiso: traficó con armas, se robó dinero del país, compró y corrompió medios de comunicación y congresistas, vendió las empresas nacionales; hizo del país su juguete personal que ensució, embarró y denigró... Sobrino, un país para crecer necesita de democracia, de orden, de valores, de honradez, de respeto, de educación, de esperanza, y con ello, el desarrollo ecónomo, con esfuerzo e ideas, se logra. Y, sobrino, esas muertes se pudieron evitar, los jóvenes universitarios y las personas de Barrios Altos, además de estar claro que no eran terroristas, estaban indefensos, por lo que no era necesario matarlos de ese modo, hasta mataron a un niño. Eso solo demostró la naturaleza del grupo Colina, un grupo asesino. No hay justificación. Ah, y de la humanización...

-¿Por qué se ríe, tío? Usted también tía.

Aún no entiendo por qué mi tío soltó una risa cuando dije eso, pero ya no importa. Lo que sé es que estoy convencido de la culpabilidad de Fujimori y que debe cumplir su condena. Yo creo que ese señor debería, en los últimos años de su vida, ya fuera de la cárcel, alejarse de la política por respeto al país, vivir con su familia, tranquilo, y tratar de reflexionar, es bueno reflexionar.