Hace unos días recordé algo que fue como un recuerdo que apareció por sí solo, en una intención voluntaria del recuerdo de ser recordado para alegrar a su dueño. Yo estaba hablando con unos amigos sobre ciertos temas, y de pronto solté una frase que cambió inmediatamente la línea por el que avanzaba la conversación, digamos que tomó una ruta insospechada, creada en ese instante y por la cual todos avanzamos con la mayor de las alegrías. Dije algo como que “sí, en esos momentos se parece a Pitufo Vanidoso cuando se mira en su espejito, con una flor colocada en su oreja derecha o izquierda, no sé, con una mano sosteniendo el espejo y su otra mano delicadamente levantada, viendo que se ve bien”.
No sé cómo pude pensar en esa comparación, en esa analogía tan infantil; por qué usar a un pitufo como recurso de comparación... De pronto alguien dijo, entre extrañado y dubitativo y un poco irónico, “¿Pitufo Vanidoso, y eso, parece que veías mucho pitufo?”, y otra dijo algo así como “acaso tu no veías Los pitufos, todos veíamos Los pitufos, era uno de los mejores, que pena que ya no lo pasen”, y alguien añadió un poquito más de leña al fuego de los recuerdos, diciendo que “sí, nada como los dibujos de los años ochenta, setenta y sesenta”. Y así empezó el recuerdo, que como dije, yo en verdad no tuve intención de recordar, salió de la nada, del inconciente, eso, del inconciente.
Y en verdad me alegró recordar. En esos años de los que me acuerdo que veía este dibujo, tendría unos siete u ocho años. No eran los años ochenta ni mucho antes, pero los dibujos sí lo eran. Eran los años noventa, durante el gobierno de un señor de ojos chinos pero de origen japonés que hoy, en estos precisos momentos, ya tiene seis años de alquiler gratuito en la cárcel y posibles veinticinco años más. Pero eso debe ser un poco triste para algunos así es que como decía eran los años noventa y yo era un niño fanático de los dibujos. En esos tiempos, los dibujos se veían en televisores pequeños, y para cambiar de canal y de volumen, uno se tenía que acercar hasta la pequeña perilla para darle vuelta de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Los canales en donde salían comúnmente los dibujos que recuerdo eran el trece, el cuatro y el cinco, si no me equivoco. Pero hasta ahora no hablo de los dibujos.
Los dibujos que más me gustaban y que me siguen gustando más, eran Los pitufos, El Rey Arturo, Los thundercats y Los transformes. Disculpen esta apasionada declaración de gustos pero la realidad es que esos dibujos han marcado mi niñez, han construido mi libro de recuerdos misteriosamente oculto en alguna parte de mi cerebro, y debo decir además que los dibujos de ahora no se comparan a los de antes, por lo menos no todos. Los de antes tenían una distinción particular, una diferencia en sus personajes, en sus ambientaciones, en sus historias o tramas o como quieran llamar a eso que contaban que en un planeta llamado Tercer Planeta, vivían unos seres extraños, o que en un bosque vivía una familia de pequeños duendecillos azules que dicen algunos era la representación utópica de la sociedad, o sea del socialismo, o que formaban una secta religiosa nada buena.
Pero bueno, en esos años yo era un niño y recuerdo que siempre me gustaba ver a esos seres extraños del Tercer Planeta, que en realidad era el planeta Tierra en un supuesto futuro. Esos seres extraños eran extraños porque eran mitad hombre y mitad felino. Había un león, un tigre, una chita, una pantera, un gato, y mí preferido era el león, es decir, Leono. Él era el líder, el que podía ver más allá de lo evidente gracias a su ojo, al Ojo de Thundera, el Ojo de la Espada del Augurio.
Leono me gustaba porque era el líder y a quién no le gusta ser el líder, más aún cuando se es niño. Pero la verdad la verdad quien me gusta más ahora es Chitara. Esto lo he descubierto hace unos años. Ha sido como un gusto secreto que hasta hace unos años aún seguía secreto, oculto por una timidez y vergüenza infantil, o más bien inocencia, que hoy ya ha desaparecido por completo y me ha permitido descubrirme y asombrarme al pensar en esta gata fiera con su cabello amarillo con manchas negras, ondulado y largo que baja hasta su espalda arqueada, de una silueta suave y fina que quién no quisiera recorrer, y con una sensualidad felina que brota por su rostro. Así la veo y me sorprendí la primera vez que la imaginé así.
Así, siempre con el gusto de ver a Leono o Pantro o Tigro o, como no Snarf, me sentaba en mi silla de madera armable, prendía mi televisor acercándome hasta la perilla, y escuchaba el inicio del dibujo, esa presentación a través de esa música que terminaba diciendo "Thundercats, los felinos... cósmicos", con un sonido de fondo pausado y largo.
Después, hay otro dibujo que también veía, aunque no tanto como Los thundercats. Lo evoco por una sencilla razón: influyó en los actos pueriles de un familiar. No sé que edad tendría. Era bastante chibolo, tanto que no me acuerdo. Pero lo sé ya que muchas veces mi mamá o mi papa siempre lo evocan, hasta ahora, cada vez que estamos de chacota, recordando cuando éramos apenas unos mocosos, unos niños bonitos, “lindos eran, y mira ahora”. “¿No te acuerdas?, siempre cogías tu espada, la levantabas y gritabas "¡yo… tengo el… puré!", dice mi mamá, mientras que mi hermano “(risa) sí, sí me acuerdo”, mostrando en su gesto un leve aire antiguo e inocente, de niño. Siempre sucedía eso, siempre sucede eso, casi siempre de la misma forma, cada vez que recordamos como mi hermano imitaba, alterando un poquitito la frase, a Hemán, el príncipe Adam.
Luego está el Rey Arturo. Aquí es necesario detenerme un rato y decir lo siguiente: este y Los thundercats eran los mejores. De este dibujo hay muchas cosas para traer a la memoria, como cuando Arturo aún muy chiquillo e inmaduro saca la espada incrustada en una roca y la eleva hacia al cielo; cuando aparece como rey y luego como un vagabundo y aventurero amigo de un gordo, un niño rubio y un loro hablador; cuando se va a escondidas y aparece luego con su armadura, su espada, su escudo y su caballo; o cuando se pone a luchar junto a sus amigos de armadura; y muchas otras cosas más; pero al menos yo tan solo con escuchar la música de entrada de este anime ya estoy por satisfecho.
Sin embargo, más allá de una o dos tapadas de boca, en un intento por obstaculizar la fuga de un grito femenino, agudo, sus payasadas no fueron suficientes para llamar por completo mi interés.
En aquellos días, de Chaplin-Charlot tenía la imagen simple de un actor del cine mudo. No lo conocía mucho y creía que no era cosa de otro mundo. No estaría escribiendo estas líneas si no fuera porque días después volví, por el azar, a ver la película, siendo el inicio de una admiración que hizo que gastara, sin miramientos y quedándome muchas veces sin pasaje, sus películas más y menos famosas.
Lo recuerdo muy bien. Sentado en una de las carpetas, esperé sin mucho entusiasmo que mi profesor volviera a poner el video. La película inició y desde el primer minuto comencé a reír, como aquella primera vez, con la única diferencia de que esta vez decidí quedarme, ver que más hacía este personaje y, sobre todo, saber en que acabaría la historia.
Algunas escenas de esa película son ahora símbolos históricos de la comicidad: Charlot que no resiste la curiosidad de ver los atributos de una mujer desnuda parada detrás de una vitrina. Charlot dando clases singulares de boxeo.
http://www.youtube.com/watch?v=zskO9O3hF78
De Charlot se dice y escribe mucho. Uno de los tantos comentarios y críticas sobre este personaje, me sugirió una idea. Charlot es un payaso, un clown. Nunca había pensado en eso. Charlot es gracioso, singular; da risa. Pero pensarlo como payaso fue algo, por lo menos, muy lejano a mis interpretaciones (no como alguien que hace payasadas, sino como un verdadero clown). Ahora, cada vez que lo vuelvo a ver, no tan solo lo veo como clown, sino, como dijo Mariátegui en uno de sus artículos refiriéndose al clown inglés, como "... el máximo grado de evolución del payaso..., un mimo elegante...".
Ver a Charlot es ver a un payaso actuar. Todo en él es reflejo de un payaso en continua labor: sus ademanes, su forma de caminar, de sentarse, mirar, comer, expresarse. Es como si Charlot antes de ser vagabundo haya sido un payaso. Un vagabundo que a pesar de haber dejado aquel oficio, de no tener ya la indumentaria de clown, aún le quedara inevitablemente el espíritu de payaso. Un payaso vagabundo.
Lo interesante de todo esto son dos ideas que se me ocurrieron a raíz de esto: la primera es que Charlot (el personaje) no sabe que es un payaso o que parece un clown de verdad; y la segunda es que, en realidad, su creador no construyó un payaso. La idea es esta: Charlot no fue creado como un payaso, pero lo es, pero, por otro lado, él no lo sabe. He aquí la idea o problema principal. ¿Por qué Charlot aparece como un verdadero payaso, sin que sea esa la intención tanto de él ni -por añadidura- la de su creador Chaplin?
La respuesta a esto, creo yo, es su propio creador, Chaplin.
Charlie Chaplin, nacido en Londres en 1889, proviene de una familia de clowns. Fue desde pequeño un pantomimo, un clown de circo. En su niñez aprendió y desarrolló el arte de los gestos, de la imitación, heredado, se dice, de su madre, quien era actriz de teatro. Los gestos y la imitación, además de su ingenio, siempre fueron sus principales recursos de clown. Los que hablan de él siempre coinciden en algo: su capacidad para imita y gesticular, su gracia natural e ingenio para improvisar. Una gran muestra de lo dicho es un video que hasta antes del 2007 era inédito. En el video aparece un Chaplin joven imitando a Greta Garbo y a Napoleón, con una gracia que demuestra su origen: el circo.
http://www.youtube.com/watch?v=6pHcz4uHZC8
Es por este antecedente de Chaplin que creo lo siguiente:
Todo lo que de payaso tiene Charlot, se debe a su creador. Chaplin cuando lo construyó no tuvo la intención de crear un payaso, es decir, que el perfil de su personaje fuera el de un payaso. El problema con ello es que al ser Chaplin un clown, un pantomimo, su espíritu se trasladó al de Charlot involuntariamente. Es cierto que lo hizo gracioso, divertido, tanto como él, pero nunca lo pensó como un payaso. Es por ello que Charlot no es conciente de eso, de su espíritu clownesco. Actúa y piensa como lo que es, como fue creado: un vagabundo gracioso. Y ni siquiera es conciente de esto último (cuando baila su intención no es hacer reír. Así es él, un payaso, solo que no lo sabe).
Charlot, con vida propia, se presenta de esta manera en cada una de las películas como un payaso vagabundo -aunque inconciente de ello-, no como un vagabundo payaso.
Por ejemplo, en la película Vida de perro lo vemos mostrarse como un gran pantomimo. Con hambre, y con un perro en sus mismas condiciones, Charlot se acerca a una carreta donde un pobre vendedor prepara panes. Charlot deja a su perro a un costado, echado y con mucha hambre y se alista a llenar su barriga. Charlot no puede tener más suerte: el vendedor ha dejado una bandeja con panes recién hechos y le da la espalda mientras sigue cocinando otros. Con un fugaz movimiento del brazo, coge uno, dos panes y se los lleva a la boca casi al mismo tiempo, pero antes de masticarlos y tragarselos el vendedor voltea. Charlot inmediatamente muestra su más inocente e indiferente gesto al mismo tiempo que paraliza su boca y cada parte de su cuerpo. Pero hay algo diferente en su rostro: sus mejillas tienen una leve hinchazón. El vendedor lo mira, mira los panes, nota que la bandeja está menos pesada, vuelve a mirarlo y este permanece en quietud y desdén, con los cachetes aún levemente inflados: no ha hecho nada. El ingenuo vendedor voltea, y claro, Charlot, en un solo y rápido movimiento de la boca, se pasa los panes. Luego vuelve a coger otros, se los come en unos segundos, y el vendedor vuelve a voltear inmediatamente, pero ya era tarde de nuevo: la bandeja no era la misma. El vendedor, sorprendido, dirige su mirada hacia el perro y mueve sus cejas en gesto de suspicacia. El inocente perro lo mira y se lame el hocico.
http://www.youtube.com/watch?v=_MsiK54ZWGM&feature=related
Una muestra final -la más importante diría yo- de Charlot clown es la película El circo, de la que Mariátegui dijo: "... es, subconcientemente, un retorno al circo, a la pantomima". Es aquí donde Charlot se desenmascara, claro, aún sin darse cuenta, y se presenta como un clown:
Como siempre, errante, Charlot camina por las calles, sin nada en los bolsillos, hasta que por el azar consigue trabajo en un circo. El dueño observó en él a un verdadero payaso, a alguien que hacía reír a la gente a diferencia de sus payasos. Charlot se convirtió en la estrella del circo, pero sin saber que lo era, ni por qué. El dueño lo sabía y por eso trató por todos los medios de evitar que lo supiera. Sin embargo, al final supo que lo era, pero nunca por qué: Charlot siempre fue un payaso, pero él nunca fue consciente de eso.
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