El auto avanzaba por una larga autopista. Más allá no se divisaba más que la lontananza de un atardecer de fuego. En el cielo dorado bandadas de pájaros azules formaban perfectas figuras: un cuadrado, luego un triángulo, después una media luna. Una que otra por segundos se separaba del grupo y se reponía de inmediato (su compañera de al lado le quiñaba el ojo: vamos). A ambos lados de la autopista un valle se extendía plana, en ella animales se alimentaban hasta el hastío, levantando sus caras con la hierba cayendo de sus hocicos. Más allá el valle era resquebrajado por un río que se perdía entre las montañas cuyas coronas se ocultaban entre la niebla. De los árboles nacían cuchicheos de animales que trepaban y descendían a través de troncos y ramas.
Carlos se sentó y un pétalo carmesí, quien sabe de qué árbol, se echó contra la ventana y durante un buen rato no se despegó, atrayendo la mirada de la joven. Ella primero le echó un reojo, algo tímido, como quien quiere y no quiere voltear. Pero fue más su curiosidad que la impulsó a mover su cuello y cara, tan suavemente como una muñeca de jebe. Sus enormes ojos felinos y pardos parecían comerse la ventana, quietas, como si hubiesen adquirido cierta autonomía y viviesen, separados de su dueña (¿La Nariz de Gogol?). Era un maniquí. De pronto la joven levantó el brazo hacia el punto donde descansaba el pétalo, que ya comenzaba a desprenderse, pero fue cuando se percató de Carlos, quien no dejaba de mirarla sin que ella se dé cuenta.
El murmullo de los animales nocturnos era una canción para los niños que se divertían en la noche, luego de haber dormido gran parte de la tarde, en los asientos donde jugaban a estar en un bosque. Se habían perdido, según lo sugería el más pequeño, y ahora debían cruzar entre la enmarañada selva. “Tenemos que defendernos, coge ese palo, yo lo haré con mi escudo, ya”, dijo el otro. El silencio era sorprendido de rato en rato por el rugir de algún felino a lo lejos. Cuando eso sucedía, los niños daban un salto en el asiento (en el bosque) y avanzaban dando pasos altos y largos, lentos, con la espalda encorvada por el miedo. La luna pintaba un cielo negro celeste.
El cielo oscuro parecía un telón que lentamente era levantado por alguna mano dándole lugar a un blanco y a un brillo que subía tan suavemente como la resaca de una ola tras romper en la arena, transparente, al tiempo que las flores se despertaban desperezándose tras haber dormido la noche, acogiendo las primeras abejas obreras que van en busca del pan para comer. Los primeros rayos de sol dieron contra los rostros de Carlos y la mujer. Ambos abrieron los ojos achinadamente y grande fue la sorpresa cuando vieron rozar sus caras tan juntas que parecían una sola. Habían dormido apegados y con los brazos envueltos uno del otro.
En ese momento el autobús tuvo su primera parada y ambos bajaron. Los dos no volvieron a subir, pues era el destino que buscaban. Y nunca se volvieron a ver. O quizá sí. En estos días no sé qué creer.
CESAR VALLEJO, EL POETA DE LA TERNURA
Hermano en el Dolor y la Belleza, hermano en Dios: hay en tu espíritu la chispa de los elegidos. Eres un gran artista, un hombre sincero y bueno, un niño lleno de dolor, de tristeza, de inquietud, de sombra y esperanza. Tú podrás sufrir todos los dolores del mundo, herirán tus carnes los caninos de la envidia, te asaltarán los dardos de la incomprensión; verás, quizás, desvanecerse tus sueños, podrán los hombres no creer en ti; serán capaces de no arrodillarse a tu paso los esclavos; pero, sin embargo, tu espíritu, donde anida la chispa de Dios, será inmortal, fecundará otras almas y vivirá radiante en la gloria, por los siglos de los siglos. Amén. (Extracto del texto de valdelomar dedicadoa a Vallejo).
Muestra de una gran amistad y admiracion mutua, tras la muerte de Valdelomar Cesar vellejo escribe lo siguiente:
ABRAHAM VALDELOMAR HA MUERTO...
"Abraham Valdelomar ha muerto", dice la pizarra de un diario.
A las cuatro de la tarde he leído esats líneas incomprensibles, y hassta este momento no quieren quedarse en mi corazón. Gastón Roger también me lo ha dicho y tampoco me resigno a aceptar semejante noticia. Llorando, sin embargo, atravieso el jirón por donde caminé tantas veces con Abraham, y sobrecogido de angustia y desesperación llego a mi casa y me echo a escribir precipitadamente y como loco estas líneas.
Abraham Valdelomar ha muerto. A esta hora vuela la noticia. ¿Pero es posible? !Oh, esto es horrible!
"Hermano en el Dolor y en la Belleza, hermano en Dios (...). Volverás para realizar todos tus sueños de amor, de belleza y de bondad en la vida, y porque tienes y has recogido en tus últimas romerías muchos dolores de la tierra que vas a inmortalizar por obra y gracia de tu corazón inmenso creador y artista genial. Por eso volverás, hermano, grande amigo".
(...)
¿Pero qué pasa? ¿Estoy llorando? ¿Por qué se me aprieta el pecho? Ah, detestable pizarra noticiera.
(...)
(Estractos del texto de Vallejo publicado en La Prensa, 1919)
Un joven Vallejo de 26 años y Abraham Valdelomar, de 30, se dirigen al Parque de la Exposición. Vallejo entrevista a Valdelomar. En las páginas de La Reforma de Trujillo, ésta aparece en prosa, una clase magistral:
CON EL CONDE DE LEMOS
Salimos de las oficinas de redaccion de Mundo Limeño. En el eléctrico a los parques de la Exposición.
Vamos a la orilla de verdes alamedas. El Conde sentado a mi lado, me conversa envolviendo su frase en un gris confidente y desvaído.
-Ya ve usted -me dice-, hay tantas gentes imbésiles. Yo tengo que huir de tantas...
Y sorprendiendo numerosos ojos que absortamente nos observan, agrega, como si fuera a escapar de una mazmorra oscura:
-Hoy leeremos algunos capítulos de mi libro sobre Belmonte.
Yo, después, persiguiendo todas las líneas de un raro temperamento, le inquiero sobre su viaje al norte; le digo que esa gira será fecunda; que en especial podría aprovecharla en suscitar, rudimentariamente siquiera, el criterio artístico en esos pueblos por medio de numerosas conferencias.
En el paseo Colón, al bajar de nuevo, hay curiosos que nos atisban y cuchichean.
El Conde se lleva olímpicamente sus enormes quevedos a sus ojeras, que recientes "cuidados pequeños" subieron de tono. Y luego reanuda la charla:
-Vaya usted a ver cómo todo el mundo los admira. !Ah! !Esto es horrible!
Valdelomar al hablar así se refiere a los seudo-literatos; a esos que por su dinero o posición se creen capacitados para hacer un soneto o publicar un libro. Acalorado y derramando piedad para éstos en el desdén dannunciano de una pose trágica, me cuenta sus luchas con los prejuicios, con la obesidad ambiente, con las vacías testas "consagradas".
Descubiertas nuestras frentes al aliento de la tarde, el autor de El caballero Carmelo se pone a leer y yo escucho con íntima fruición los primeros trozos del próximo libro que, tomando al Fenómeno como pretexto, será una de las obras más serias y más robustas de Valdelomar. Una explicación originalísima de la ley del ritmo universal, valiendose de un pasaje pitagórico y una disecación luminosa del mito romántico del Genio sobre la base de la naturaleza orquestónica del ritmo.
-!Estupendo, Conde! !Soberbio!
Y el sonríe y yo lo emplazo. -Es necesario que usted dé a los periódicos esto antes de la edición...
Y siempre afilando un gesto de tedio en las comisuras de sus labios pálidos, me responde:
-!Pero si no comprenden!...
Una pausa dolorida. Los autos y los coches y las gentes, toda la grosera grita urbana llega a rasguñar el hábito sentimental de un orgullo desolado.
Entre el humo de un cigarrillo los boscajes se secan al crepúsculo amarillo; y el día estival se vuelca en el espacio infinito, como una hornada fantasmagórica y sangrienta... (continúa)
(Extracto de la entrevista publicada en La Reforma, Trujillo, en 1918)
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