17 sept 2010

Lo que pasó en el bus

Mientras subía al autobús se sintió como parado dentro de una vitrina, a la vista de miradas escrutadoras, apresuró el paso en busca de un asiento y tras dar una revista rápida –a la derecha, un anciano barbudo emitía unos ronquidos mientras dormía; a la izquierda, unos ojos enormes y femeninos que lo desnudaban de pies a cabeza-, encontró un asiento vacío. 


Una joven muchacha levantó la vista y la bajó inmediatamente después de que los ojos de Carlos chocaran violentamente con los suyos. Ella volteó el rostro y aparentó contemplar el paisaje, mirando de soslayo cómo es que Carlos se paraba frente a ella y le decía: “Disculpe”, señalando con su dedo índice el asiento vacío. La joven, sin subir la mirada, movió maquinalmente cadera y piernas creando un espacio entre su cuerpo y el respaldar del asiento delantero, para que Carlos lograse pasar (Carlos creyó recordar –soltando un suspiro- una antigua sensación al rozar sus piernas desnudas, suaves, mientras ingresaba por aquel espacio).


El auto avanzaba por una larga autopista. Más allá no se divisaba más que la lontananza de un atardecer de fuego. En el cielo dorado bandadas de pájaros azules formaban perfectas figuras: un cuadrado, luego un triángulo, después una media luna. Una que otra por segundos se separaba del grupo y se reponía de inmediato (su compañera de al lado le quiñaba el ojo: vamos). A ambos lados de la autopista un valle se extendía plana, en ella animales se alimentaban hasta el hastío, levantando sus caras con la hierba cayendo de sus hocicos. Más allá el valle era resquebrajado por un río que se perdía entre las montañas cuyas coronas se ocultaban entre la niebla. De los árboles nacían cuchicheos de animales que trepaban y descendían a través de troncos y ramas.


Carlos se sentó y un pétalo carmesí, quien sabe de qué árbol, se echó contra la ventana y durante un buen rato no se despegó, atrayendo la mirada de la joven. Ella primero le echó un reojo, algo tímido, como quien quiere y no quiere voltear. Pero fue más su curiosidad que la impulsó a mover su cuello y cara, tan suavemente como una muñeca de jebe. Sus enormes ojos felinos y pardos parecían comerse la ventana, quietas, como si hubiesen adquirido cierta autonomía y viviesen, separados de su dueña (¿La Nariz de Gogol?). Era un maniquí. De pronto la joven levantó el brazo hacia el punto donde descansaba el pétalo, que ya comenzaba a desprenderse, pero fue cuando se percató de Carlos, quien no dejaba de mirarla sin que ella se dé cuenta.

Aquel encuentro de miradas fue tan incómodo que me da vergüenza relatar la reacción de ambos y su proceder en los siguientes minutos. Pero lo haré, ya sea por el bien de la narración, y porque, en realidad, es la esencia de esta historia.

Carlos contrajo un color enfermizo en su rostro. Sus mejillas eran dos manchas rojas que se expandían por su cuello. Él, sin embargo, la seguía mirando. Subía y bajaba la mirada. Se rascaba el pelo. Hacía todo menos quitarse de encima el estúpido gesto de mirarla sin atinar a decir absolutamente nada, un hola, que tal, ja, el pétalo, muy bonito… no, la miraba y lo peor de todo es que parecía desnudarla y ella, mira que sorpresa, tampoco decía nada y solo le daba un mohín ingenuo a su cara, agrandando más y más sus ojos, porque en el fondo algo crecía dentro de ella y subía por su cuello, pasaba por su nariz y salía por sus pupilas. Un violento movimiento del bus -¡gracias a Dios! diría un pasajero de lado- acabó con aquella escena, pues ambos recuperaron sus vidas y volvieron a su estado inicial de indiferencia, aunque ya no sería el mismo. Una semilla había sido plantada.

El auto seguía avanzando y ambos, Carlos y la mujer, jugaban a no mirarse. Algunos baches de la autopista, que presentaba superficies cada vez más desiguales, los hacía saltar como dos muñecos. Era una imagen graciosa. Iban de arriba abajo mientras se cuidaban de no voltear la mirada (“no vaya a ser que vea que lo estoy mirando,  y en esta situación, ay”). Cuando el auto comenzó a avanzar como un río limpio, sin rocas, ambos soltaron un suspiro que por poco se les sale el pecho. El rojo de sus mejillas fue desapareciendo como de escena a escena en una película. Sus pupilas parecían dos bolas de canicas que se movían de lado a lado, inquietas. Sus cuerpos se creían petrificados por el frío, aunque en ese momento 30° los bañaran en sudor. La tarde empezaba a esconderse por las montañas, con una sonrisa brillosa que chocaba con la ventana del autobús. El ambiente se oscurecía y asumía un color plomizo, más bien pardo, mientras del cielo bajaban gritos de aves que emigraban en sentido contrario. El rostro de Carlos era cubierto por la noche y la luz amarilla del auto y la mujer empezaba a bostezar. Llevó la mano a su boca abierta y cerró dos veces los ojos antes de dar un último reojo a su costado, hacia Carlos, para luego bajar la cabeza y dejarse atrapar entre los brazos de Morfeo.  Carlos esta vez no lo pensó dos veces. Era como un niño frente a una pintura o un regalo o un paisaje que siempre esperó ver y que ahora tenía al costado, y ahora al frente, frente a su vista, dormida, con el cuello retorcido hacia su lado, soltando un aire suave por las narices y la boca, un aroma que llegaba hasta sus narices estremeciendo su cuerpo y lo hacía ingresar también al mundo de Morfeo, junto a ella, con sus cabezas chocando.


El murmullo de los animales nocturnos era una canción para los niños que se divertían en la noche, luego de haber dormido gran parte de la tarde, en los asientos donde jugaban a estar en un bosque. Se habían perdido, según lo sugería el más pequeño, y ahora debían cruzar entre la enmarañada selva. “Tenemos que defendernos, coge ese palo, yo lo haré con mi escudo, ya”, dijo el otro. El silencio era sorprendido de rato en rato por el rugir de algún felino a lo lejos. Cuando eso sucedía, los niños daban un salto en el asiento (en el bosque) y avanzaban dando pasos altos y largos, lentos, con la espalda encorvada por el miedo. La luna pintaba un cielo negro celeste.

De pronto escucharon un sonido entre las hojas de un muro de plantas. Algo parecía moverse adentro, sin asomarse (adelante alguien se movía en su asiento). Los niños se pusieron en posición de alerta. Uno levantó el palo y el otro alzó el escudo, ambos imaginarios: “quién anda ahí”, dijo el más pequeño. Pero no recibió respuesta. Entonces escucharon una voz que los hizo saltar esta vez más alto de sus asientos: “hey, pequeños, a dormir, es suficiente por ahora, ya son las 3.30 de la madrugada”.


El cielo oscuro parecía un telón que lentamente era levantado por alguna mano dándole lugar a un blanco y a un brillo que subía tan suavemente como la resaca de una ola tras romper en la arena, transparente, al tiempo que las flores se despertaban desperezándose tras haber dormido la noche, acogiendo las primeras abejas obreras que van en busca del pan para comer. Los primeros rayos de sol dieron contra los rostros de Carlos y la mujer. Ambos abrieron los ojos achinadamente y grande fue la sorpresa cuando vieron rozar sus caras tan juntas que parecían una sola. Habían dormido apegados y con los brazos envueltos uno del otro.


En ese momento el autobús tuvo su primera parada y ambos bajaron. Los dos no volvieron a subir, pues era el destino que buscaban. Y nunca se volvieron a ver. O quizá sí. En estos días no sé qué creer.