Un joven Vallejo de 26 años y Abraham Valdelomar, de 30, se dirigen al Parque de la Exposición. Vallejo entrevista a Valdelomar. En las páginas de La Reforma de Trujillo, ésta aparece en prosa, una clase magistral:


CON EL CONDE DE LEMOS

Salimos de las oficinas de redaccion de Mundo Limeño. En el eléctrico a los parques de la Exposición.

Vamos a la orilla de verdes alamedas. El Conde sentado a mi lado, me conversa envolviendo su frase en un gris confidente y desvaído.

-Ya ve usted -me dice-, hay tantas gentes imbésiles. Yo tengo que huir de tantas...

Y sorprendiendo numerosos ojos que absortamente nos observan, agrega, como si fuera a escapar de una mazmorra oscura:

-Hoy leeremos algunos capítulos de mi libro sobre Belmonte.

Yo, después, persiguiendo todas las líneas de un raro temperamento, le inquiero sobre su viaje al norte; le digo que esa gira será fecunda; que en especial podría aprovecharla en suscitar, rudimentariamente siquiera, el criterio artístico en esos pueblos por medio de numerosas conferencias.

En el paseo Colón, al bajar de nuevo, hay curiosos que nos atisban y cuchichean.

El Conde se lleva olímpicamente sus enormes quevedos a sus ojeras, que recientes "cuidados pequeños" subieron de tono. Y luego reanuda la charla:

-Vaya usted a ver cómo todo el mundo los admira. !Ah! !Esto es horrible!

Valdelomar al hablar así se refiere a los seudo-literatos; a esos que por su dinero o posición se creen capacitados para hacer un soneto o publicar un libro. Acalorado y derramando piedad para éstos en el desdén dannunciano de una pose trágica, me cuenta sus luchas con los prejuicios, con la obesidad ambiente, con las vacías testas "consagradas".

Descubiertas nuestras frentes al aliento de la tarde, el autor de El caballero Carmelo se pone a leer y yo escucho con íntima fruición los primeros trozos del próximo libro que, tomando al Fenómeno como pretexto, será una de las obras más serias y más robustas de Valdelomar. Una explicación originalísima de la ley del ritmo universal, valiendose de un pasaje pitagórico y una disecación luminosa del mito romántico del Genio sobre la base de la naturaleza orquestónica del ritmo.

-!Estupendo, Conde! !Soberbio!

Y el sonríe y yo lo emplazo. -Es necesario que usted dé a los periódicos esto antes de la edición...

Y siempre afilando un gesto de tedio en las comisuras de sus labios pálidos, me responde:

-!Pero si no comprenden!...

Una pausa dolorida. Los autos y los coches y las gentes, toda la grosera grita urbana llega a rasguñar el hábito sentimental de un orgullo desolado.

Entre el humo de un cigarrillo los boscajes se secan al crepúsculo amarillo; y el día estival se vuelca en el espacio infinito, como una hornada fantasmagórica y sangrienta... (continúa)

(Extracto de la entrevista publicada en La Reforma, Trujillo, en 1918)