17 may 2009

Al acecho

Lo que más me molesta es que no haya sido en la noche, sino en pleno cielo aclarado, con el sol resplandeciendo como nunca. Un clima que ha cualquiera le infla el ánimo. ¡Ya no respetan ni en la luz! Eran las doce y media del mediodía y yo estaba próximo a llegar al colegio. Tenía puesto mi pantalón negro, mi camisa blanca debidamente planchada con el cuello indebidamente doblado, mi mochila verde a la espalda…, ah, y mi super reloj de diez soles en la muñeca izquierda. Estaba con unas ansias raras de llegar a mi salón. Estaba de buen ánimo. ¡Qué mala suerte la mía!

Me había detenido en medio de dos pistas; es decir, había cruzado la primera pista y me paré en una especie de vereda ancha, esperando junto a otras personas que los carros de la segunda pista frenaran. El sol brillaba y se oía una música que provenía de un mercado. Era un buen día que me inspiraba aún más a llegar y sentarme en los asientos bipersonales del 3.º D de secundaria. Agaché la cabeza para observar mis zapatos, estaban bien lustrados. Brillaban. Acomodé el cuello indebidamente doblado de mi camisa y le di unas peinadas manuales a mi pelo mojado. Entonces los carros se detuvieron; iba a cruzar, pero antes levanté mi brazo izquierdo y coloqué a una distancia prudente mi muñeca en dirección a mi vista. No recuerdo que hora observé, lo único que recuerdo es que segundos después de levantado mi brazo comencé a forcejear con un tipo que, sin vergüenza este, me arrancó el reloj y se fue corriendo como alma que lleva el diablo -hubiese sido un gran contrincante de Usain Bolt-. Tarde en reaccionar, y comencé a seguirlo, pero el muy bandido tomó gran distancia y desapareció. Me quedé parado al borde de la pista, viendo con cara de sonso como un punto negro se perdía e iba desapareciendo con mi reloj que parecía super pero que valía diez soles.

Claro, me había echado el ojo desde que crucé la primera pista. Como un león al acecho se había escondido entre las yerbas de personas que lo ocultaban y con las que se mezclaba, observando a la víctima más inocente y despistada que tuviera un reloj en la muñeca izquierda, un reloj que se había propuesto robar, quién sabe solo porque tenía ganas de ver la hora, o porque podía venderlo a buen precio en el mercado de donde venía la música.

Entonces vista ya su presa, o sea yo, me había seguido con la mirada, yendo de un lado a otro, midiéndome, primero, y luego cruzando junto a mí y las demás personas la primera pista. En la vereda ancha, se paró como cualquier otro transeúnte, con una vestimenta insospechable, y esperó el momento oportuno (que mejor momento que el brazo de un colegial al aire, quieto, a la vista de todos), y que el semáforo cambiara de color, para empezar a correr sin peligro de ser arrollado. Entonces perdí.

El buen clima, el estado de ánimo en el que me encontraba, la cantidad de gente que me flanqueaba, la luz del día; me es hasta ahora molesto pensar que se haya atrevido a robarme en tal situación… “Chibolo sonso ahí”, diría aquel choro aún corriendo con una leve sonrisa de orgullo y satisfacción, creyéndose el “vivo”.

Eso fue lo que recordé, lo que me hizo recordar mi amiga cuando, un día después de que le robaran esa cosa que las mujeres usan en el hombro, que cuelga muy cerca de sus pechos, y que las hace lucir tan bien, realmente bien, me contó su lamentable historia.

Su historia es muy triste, a diferencia de la mía, porque a ella le robaron en la noche. En la oscuridad –todos lo sabemos-, ellos se desplazan con total confianza, siempre al acecho. Organizan su mejor alianza: se alían con las penumbras. Es por eso que yo la comprendía, la consolaba y le decía que tenía que tener más cuidado, mientras la veía muy dentro de ella, “como un libro abierto”, a través de sus grandes ventanas húmedas donde nacían lágrimas que caían como rocío.

Ella me contó que la noche del viernes, cuando se venía de trabajar, le robaron su bolso. Había salido de su trabajo y caminó unas cuadras hasta llegar a un puente, el cual cruzó para desde el otro lado poder tomar un carro en el paradero. Eran aproximadamente las nueve de la noche. En el paradero había muchos hombres y mujeres, ambulantes, hombres durmiendo en el suelo, “en verdad, pobrecitos”, y unos cuantos postes que alumbraban levemente la noche con esa luz amarilla que amarilla todo y que da un ambiente extraño, un poco agradable. Tenía frío y por eso que ya quería llegar a su casa, y fue cuando de pronto alguien le arranchó su bolso y se fue corriendo, y nadie hizo nada, solo miraban como ella trataba de seguirlo y como el otro desaparecía. Ella en realidad no lo siguió, no tenía intención de seguirlo, solo fue una reacción instintiva, pues inmediatamente ella regresó los diez pasos que había dado.

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Eso fue lo que me contó un sábado en la tarde, aún algo asustada por la forma en que le robaron. Yo trataba de calmarla, de consolarla, diciéndole todas esas palabras y frases que se dicen cuando alguien te cuenta que le robaron, que le robaron el bolso en la noche y no en la tarde, porque entre la luz y la oscuridad hay una gran diferencia. Ella me miraba y me escuchaba y supongo que se sentía bien por estar con alguien que también la escuchaba y la miraba y le decía algo, cualquier cosa, pero le decía. Hablamos un momento de lo que le había sucedido, comentamos muchas cosas: que el ladrón era un %&·$, que había salido de tal lugar, que las personas son así por hacer nada, que esto y esto. Y luego yo le conté, le conté que a mí me habían robado hace muchos años, cuando era chibolo, que fue en la tarde y que me molestaba recordarlo, pero ya lo recordé. Comencé a contárselo y ella comenzó a sonreír.