17 may 2009

Rencor de una ceguera



Eran aproximadamente las tres de la tarde. Quizá para el anciano lo que le sucedió solo fue parte de una eterna rutina. Gritó y gritó hasta romper los oídos, pero durante varios segundos su voz ronca flotó en el aire, cansada y frustrada al no ser atendida. Ese día el peso de su edad pesó más que nunca, tanto que ni Cicerón, en voz de Catón, hubiese sido capaz de consolarlo y animarlo.

Yo había tomado un carro en dirección a la universidad. Me senté en un asiento individual, junto a la ventana. Tenía como acompañantes de viaje a una madre con su hija, un hombre de edad madura con un periódico en mano, una señora tejedora y otros pasajeros detrás de mí. Tenía tanto sueño y aburrimiento que creí cierto por un momento eso del clima limeño: “Que es adormecedor, tanto que hasta los perros lucen perezosísimos e indiferentes” (H. Unanue).

Después de veinte minutos, el carro llegó a la intersección Bolivia-Arica. El semáforo cambió de verde a rojo antes de que el carro pudiera cruzar. Entonces me quedé sentado, esperando el cambio de luz, mientras escuchaba los murmullos de la madre y su hija, mientras veía como el señor leía su periódico Ajá con una concentración casi imperturbable, y como la otra señora venía tejiendo una prenda. Como cualquier otro día de invierno, en Lima, el cielo y la atmósfera gris eran adornadas por masas de humo que flotaban hasta desaparecer en el cielo enfermo, y en las casas y edificios donde tomaban asilo, cambiando su nombre por el de hollín.

Afuera la algarabía corría de un lugar a otro junto a las personas y los autos y el tiempo agitador de una tarde donde nadie se detenía. Las bocinas de los autos resonaban y se mezclaban con los gritos de los cobradores. Los transeúntes, esclavos del tiempo, iban y venían de todas direcciones. Unos y otros avanzaban, cruzaban pistas o subían a los carros. Los policías de transito trataban de poner orden. Lo que hacían era elevar el grado de bulla y confusión. Mientras tanto, dentro del carro la quietud estaba sentada, tapándose los oídos, tratando de aislar la algarabía externa por unos segundos.

Eran aproximadamente las tres de la tarde. Mientras el carro seguía detenido, comencé a cerrar los ojos. Quería dormir y poder alejarme de la bulla. Permanecí con la vista a oscuras durante unos cuantos segundos, pero los abrí bruscamente por un grito que al principio no supe de dónde venía; un grito que se impuso frente a todo aquel caos sonoro de la ciudad. Levanté los ojos con una sensación extraña. La tonalidad de aquella voz ronca no era como cualquier otra, sentí una quejumbrosa voz bañada en rencor; una voz senil que luchaba por ser atendida y auxiliada.

El gritó se elevó entre los carros y las casas pidiendo ayuda en una frase corta pero contundente: “A la Av. Tacna… Quiero ir a la Av. Tacna… Un carro a la Av. Tacna, carajo”. El señor del periódico dejó de leer; la señora con su hija dejaron de conversar y la señora tejedora dejó de tejer. Todos llevaron su vista hacia la fuente de aquel grito. Yo hice lo mismo, y pude verlo. Era un anciano de espesa barba blanca, con una camisa blanca de manga larga y un pantalón hasta los tobillos, raídos como el de un vagabundo. En la mano llevaba un bastón que hacía de soporte de su cuerpo encorvado y viejo, con el que golpeaba el suelo al mismo tiempo que seguía gritando: “Un carro a la Av. Tacna, carajo… Carajo, la Av. Tacna”.

El anciano siguió gritando la misma frase. Caminó de un lugar a otro de la vereda, chancando el suelo con el bastón. Las personas pasaron frente a él, mirándolo con asombro. Pero nadie se detuvo. El viejo se paró y alzó levemente su bastón. Luego comenzó a moverlo con la violencia que le permitía su senectud, como intentando golpear a alguien y a la fuerza buscar el carro a Tacna. Pero nada. Los transeúntes pasaron y desaparecieron en el tiempo y la ciudad.

El anciano se calló. La voz gastada se terminó de gastar. El anciano detuvo sus pasos sin rumbo, detuvo su bastón y fijó su mirada en un solo punto. Fue entonces cuando lo pude ver realmente. Un color blanco y nublado cubría sus ojos. Eran como dos ventanas que daban a un profundo vacío. Era una mirada que no miraba nada, que miraba la nada, que miraba dentro de sí, muy adentro, en la oscuridad de la nada.


Esos ojos se detuvieron, más oscuros que nunca, más ciegos que nunca. El anciano parecía perdido entre un mar de gente y bulla que se mostraba en representación de la modernidad. Fue entonces cuando, parado en medio de la vereda, callado e inmóvil, como si su mente y alma se hubiesen escapado de su cuerpo, una mujer que salió de una tienda cercana se le aproximó y lo cogió del brazo. Repentinamente el anciano volvió a la vida con un leve sobresalto del cuerpo.

La joven mujer, con el brazo del anciano envuelto en el suyo, le habló al oído y al parecer le preguntó: “Hacia dónde quiere ir”, pues el anciano gritó: “¡A la Av. Tacna!”. Entonces avanzaron hasta el borde de una de las pistas. El semáforo cambió de color y cruzaron hacia la pista por donde pasa el carro que va hacia Tacna. Mientras tanto, el carro en el que yo permanecía sentado también avanzó, pero esta vez ya no quise dormir, pensando que yo también formé parte de aquella ciudad moderna, bulliciosa, agitada e indiferente.