20 may 2010

Breve

Ingresó a la biblioteca con los ojos cansados, con una pila de papeles escritos y con sueño se sentó en la primera fila de asientos. El ambiente olía a libros. Las paredes lo miraban como observando el tiempo en el que ya no estaban. Lo vigilaban. Debían estar ahí para eso, para cerciorarse de que valió la pena su existencia. Él lo sabía, y de tanto en tanto les clavaba los ojos, quietos, como intentando darles vida y llamarlos para que lo acompañaran a conversar. Un libro amarillento y viejo provocó un leve sonido al chocar con la mesa. El olor del mamotreto de inmediato le originó una serie sensaciones inexplicables y pensamientos e imágenes fugaces que lo hicieron irse de la realidad por un momento. Recordó al Quijote. También a Sancho. Pero Sancho lo despertó y entonces abrió el libro,  tercera página, y lentamente fue sumergiéndose en las palabras y en las historias de una lima colonial, de carruajes, caballos, de hombres en frac y mujeres tapadas y coquetas, esas de los pies y manos pequeñas, esas bellas jovencitas hogareñas de balcón. En la página cinco sus ojos se revelaron y se cerraron. Entonces, cansado, decidió levantarse. Pero de pronto una mujer se le acercó, una mujer con media cara lo tomó de la mano y lo hizo subir a un carruaje que se detuvo en medio de la ancha vereda de piedras. Él al principio no entendió, pero encantado y asombrado con las casonas y el cielo celeste y puro y los niños saltando sin miedo y las bellas mujeres que danzaban por las calles, se dejó llevar por una realidad a la que no sabía si pertenecía. Eso no importaba.