9 jul 2011

Esa bendita boca

No era solo sus ojos. Tampoco su nariz ni su cabello. Era, más bien y sobre todo, su bendita boca. Esos labios que por poco y me convierten en asesino.

Más que cualquier otra cosa, su boca era el motivo de mis ataques de locura. Al verla, una corriente fría circulaba en mi interior, le daba una textura de gallina a mi piel y enervaba a tal punto mi estado de ánimo que, muchas veces, estuve a punto de condenarme a la confinación carcelaria. El matar ingresaba de golpe a mi cerebro.

Cada vez que me encontraba en esa situación, lo que hacía era taparme los ojos, haciendo uso de una gran fuerza de voluntad. La razón, aunque no lo crean, era que sentía una atracción irracional hacia aquello que podía hacerme daño. Sentía un impulso instintivo que invitaba a clavar mis ojos en sus labios, tercamente, pese a que en el fondo sabía lo que provocaría en mí.

Por suerte, la mayor de las veces pude evitarlo. Mientras que las poquísimas, era ella quien lo impedía, alejándose de mí.

Ahora que lo recuerdo mejor, mientras tomo una taza de té en mi escritorio, puedo relatar los detalles de la época cuando, en los pasillos de un centro de estudios, ocasionalmente la encontraba detenida en una banca, cerrando y abriendo la boca, frente a interlocutores que estúpidamente reían de lo que salía de aquel túnel.

Un lunes por la mañana desperté malhumorado y dispuesto a no soportar la más leve molestia por parte de cualquiera. Mi sistema nervioso era como una bomba de tiempo a punto de explorar con el más sutil rose. En esas circunstancias, ver sus labios moverse delicadamente, formando figuras y sonidos capaces de adormecer un oído, era como ir a la guerra sin armas ni escudo.

Llegué con paso apresurado al pasillo, intentando no toparme con nadie e ingresar de frente al aula, hacer correr las horas escuchando las pláticas de mi profesor, terminar y correr a mi casa. Pero, como bien pueden suponer todos, no fue lo que sucedió.

Frente a la puerta, ella era rodeaba por un grupo de jóvenes que, con los ojos fuera de su órbita, parecían llenas detrás de una presa, emitiendo ese llanto hambriento y quejumbroso, mientras que ella, en el centro, deslizaba sus brazos y piernas como en un baile, diciendo no sé qué cosa con esa boca que, nuevamente, me invitaba a clavar mis ojos y soltaba una risita acompañada de una sonrisa que, otra vez más y mil veces más, me destrozaban el corazón e inducían a matar a esos cazadores que no se apartaban de ella, de su boca, de su bendita boca.



19 may 2011

Los ojos

Mis ojos despertaron 14 años atrás, se vistieron y acercaron a la mesa donde esperaban los ojos de mis padres, mi hermano, mi hermana que apenas abría sus ojitos, en una mañana soleada de primavera. 

En la calle, el parque era un parque, un cuadrado lleno de árboles y plantas decoradas de flores rojas, amarillas, violetas, que a su vez eran ornamentadas por mariposas y abejas de diversas especias que silbaban y volaban encima. Algunas manos los atrapaban en bolsas de plástico transparentes, orejas que caminaban por alrededores escuchaban sonidos similares al  “ssdddssdd”, hasta que luego de algunos minutos los voladores volaban y nuevamente se esparcían, en el mejor de los casos, pues otros rebeldes iban detrás de aquellas manos.

Dejé atrás los ojos de mi familia, cada uno fue a ver sus quehaceres y yo salí al parque cuadrado, pero antes mis ojos se detuvieron ante la pista de arena, por donde ruedas avanzaban a tropezones por brazos extraños. Muchas bocas abrían sus labios formando letras y luego formas irreconocibles. Mis ojos avanzaron pestañeando nerviosamente a causa del polvo, ingresaron al parque y se quedaron quietas mirando los árboles, las plantas, las flores, las abejas, mientras que algunas manos intentaban subir por el tronco hasta los ramajes enmarañados de los árboles, para esconderse y jugar a las escondidas. Algunas piernas corrían llevando a cabo el juego popular de las chapadas, el lingo solo, los siete pecados y muchos otros inventos.

Mientras esto sucedía, el cielo empezó a ennegrecerse y mis ojos poco a poco perdieron la vista, pestañearon con dolor. A cada parpadeo el aire se hacía más borroso, los objetos descritos iban desapareciendo paulatinamente y le daban paso a otro escenario.  


El parque ya no era parque. La pista de arena ya no era pista ni los tropezones eran tropezones. Las orejas se tapaban los oídos y las manos hacían puño. Y yo despertaba. Y me tapaba el oído y cerraba el puño. Y no había parque. 

A las 8 de la mañana Carlos sale de su casa para caminar durante  horas por las calles de San Borja. Viste siempre traje negro, un sombrero de ala ancha y zapatos negros que terminan en punta. Los vecinos que a esa hora despiertan para ir al trabajo lo saludan con un hola de manos, mencionan su nombre con una sonrisa y, tras dejarlo atrás, dibujan un gesto de pena en sus rostros. Carlos alza levemente la cabeza sin detenerse, arrastrando ambos pies, con los hombros alzados y el pecho sutilmente inflado.

Desde hace tres días Carlos se había sumido en una idea loca, más loca que él mismo, que consistía en advertir la velocidad con que el tiempo corría en los autos. Creía que el tiempo, del cual se sentía esclavizado, avanzaba tan rápido y tan lento como estas máquinas que en las mañanas eran como latas pateadas por alguna pierna, que marchaban y doblaban en direcciones dirigidas por algún director sin rostro. 


Carlos estaba seguro de que, así como la velocidad de los carros, el tiempo que nos domina algunas veces avanza sin miramientos y, cuando menos lo pensamos, estamos en nuestro destino, el final, como si hubiésemos estado en un profundo letargo. Pensamos entonces: “Como pasa el tiempo”, mirando nuestras manos que ahora asoman huellas irreconocibles. Otras veces que avanza tan lentamente que no sabemos qué hacer en ese espacio, leemos, nos relajamos, buscamos con quién conversar y seguimos barajando más de una forma para pasar esas horas o minutos o segundos, en momentos cuando queremos más que nunca que el tiempo galope.

Así, muchas más ideas circulaban por su cabeza. Cada vez que una de ellas lo entusiasmaba, en el preciso momento de llegar a su mente lo hacía dar un salto de 5 centímetros sobre el suelo, separando levemente los brazos del borde de su cuerpo.

Desde que aquella curiosidad lo atrapó, se dispuso a subir a cada auto todas las mañanas cuando salía con su sombrero de ala ancha y sus zapatos en punta. Al llegar a una de las avenidas, antes de cruzar la pista detenía a los autos que cruzaban e ingresaba a ellos. Se sacaba el sombrero saludando al chofer, éste lo miraba con cara de nada y entonces Carlos se sentaba a la espera de que el auto avanzara.

Junto a la ventana, sacaba de sus bolsillos un lápiz, un cuaderno rayado y apuntaba las sensaciones que lo alcanzaban en las distintas velocidades y lentitudes del auto. Cuando las casas y los árboles se demoraban en desaparecer, y por momentos los tenía al costado por más de 5 minutos, Carlos llevaba su lápiz a una hoja y escribía lo siguiente: “El tiempo transcurre lento, me deja ver a detalle de que está formada la vida, las casas, las personas, el cielo, los sonidos, los colores. Las calles están vacías de gente, de nada. Es tan tedioso ver todo esto. Como el tiempo, cuando es lento. Ojalá y avanzara rápido. Mi cuerpo se adormece. Siento temor, aburrimiento, cansancio”. Y entonces el auto aceleraba de una patada y Carlos cambiaba de hoja salivando su dedo índice.

Cuando fuera de la ventana todo aparecía borroso a su vista, Carlos movía con dificultad el lápiz y dificultosamente dibujaba las letras formando palabras y luego oraciones algo inteligibles, en donde se leía esto: “No veo nada. Solo avanzo y me siento mareado y ahora estoy acá y luego más allá, pero cuándo y cómo fue que llegué acá. Recuerdo haber estado allá pero ahora estoy acá y ya no me importa lo de allá. Veo nuevas caras y nuevas casas. Nuevos olores. Pero al final es casi lo mismo. Todo transcurre tan rápido que parece igual, pues no me detengo a ver por donde avanzo y lo que hago. Es rápido y tengo dos horas más de edad. Y me siento diferente”.

Todos sus pensamientos circulaban alrededor de aquellas ideas, pero en orden distinto y palabras distintas. Cuando no hubo duda alguna de su primera hipótesis, del tiempo reflejado en la velocidad de los carros,  Carlos quiso saber si podría imponerse al tiempo, dominarlo, ganarle. Entonces, un sábado despertó más entusiasmado que nunca. Sus vecinos dibujaron una sonrisa más grande y después una tristeza mucho más enorme cuando lo vieron, por lo que Carlos infló dos veces más su pecho.

Cuando llegó a la avenida se detuvo junto a otras tres personas. Un hombre rechoncho que, maletín en mano, respiraba por la boca como si hubiese corrido una maratón de 15 km. Una mujer en minifalda a la que ni siquiera volteó a dar una ojeada. Un hombre delgado que sí dio una vista rápido a las partes más voluptuosas de la mujer, quien inmediatamente desvió las pupilas en una actitud de ajjj. Entonces, mientras los autos seguían avanzando, algunos lentos y otros rápidos, Carlos quiso ganarle a los rápidos y corrió tan rápido como pudo para cruzar la pista, pero un carro golpeó la mitad de su cuerpo y lo lanzó 5 metros.

Su esqueleto, que volaba por encima de la pista, parecía un muñeco de trapo lanzado por un niño travieso, daba vueltas en el aire y sus extremidades se movían como alas de picaflor. Una vez que su cabeza chocó contra el suelo produciendo un sonido parecido al “pum”, las personas se acercaron alarmadas, lo miraron de arriba abajo murmurando, mientras llamaban a la ambulancia y repetían a cada segundo “Dios mios, Díos mío”, cubriendo sus bocas con la mano. La ambulancia se hizo presente y tras apartar a la gente, los médicos subieron a Carlos a la camilla y se lo llevaron. Entonces las personas apresuraron el paso y los carros siguieron avanzado. Algunos rápidos. Otros lentos. Y ya nadie se acordaba. Ya nadie lloraba.



23 dic 2010

Se fue

Su voz se le rompió de pronto, como si fuera ahogarse, apretándose el pecho con ambas manos y dando largos suspiros, mientras sus ojos se le enrojecían al punto explotar,  grandes, bellos, murmurando con el poco aliento que le restaba: “Hayyy, mi Atena, por qué se fue, ella siempre estaba conmigo, me acompañaba cuando estaba sola… hayy hijo, qué pena siento”. Y mi garganta se hacía un nudo enorme al verla desgarrándose el polo, como si el corazón le doliera. “Ma… tranquila… no llores… má…”. Pero ella lloraba con la cabeza hundida mientras yo me hacía trizas por dentro, deseando dar la vida por una sonrisa suya y controlando a la vez mi pena, porque yo también la extrañaba. 

Hasta ahora me parece sentirla en las noches enjugarse las lágrimas y murmurar su nombre en el silencio de su sueño. Era su engreída, Su Perra. La belleza de su gordura y su mirada era un fiel reflejo del amor que se sentían. Ella entraba a su cuarto e inmediatamente lo hacía ella moviendo la cola; cerraban la puerta, introducidas en su mundo, en donde inventaban su propio idioma con el que se entendían y comprendían, una en la cama y la otra junto a ella, en el suelo, envueltas en la noche.

Pero ella un día se fue y se ausentó por siempre, dejando en el recuerdo y en el aire de nuestra casa sus alaridos, sus llantos, sus llamados. Sus dulces movimientos de cola al vaivén de su alegría. Sus ganas de comerse un pedazo de pan, una lambida de helado o un trozo de fruta, pero no plátano, sí, porque no te gusta, lo sabemos mi atenita, nuestra gorda y bella negra. Y dejó en su corazón una herida que poco a poco irá cicatrizando, sí má, porque ella está bien, ya no sufre y sabe que la quisimos mucho, sobre todo tú, su dueña, su má, y te cuidará por siempre, a un lado tuyo, echada panza arriba o panza abajo, atenta a tu llamado y siguiéndote a donde vayas, con esos ojitos negros que antes fueron lilas, y que desde arriba nos miran. Te miran.

“Aaaatena, ven a comer, mira las bolitas que te trajimos”. “Ummm. Guau… Guau….” Gordita. Mira como se engríe”.
Feliza Navidad Atena…
Junto a Aquiles



8 nov 2010

El callejón


La joven caminaba con una lentitud de quien no tiene nada por hacer, mientras pensada. “Yo les dije, les dije que no debían hacer eso, pero ellos insistieron, ellos, pues, los hombres que trajeron sus animalitos que parecían de mentira, si no los hubiesen traído yo no los hubiese matado, y ahora nadie está”.  Por momentos sorprendía con brincos que alzaban su vestido negro, cayendo luego de puntitas, cuidándose de no pisar la línea de la vereda. Seguía avanzando y se cogía el cabello largo con suaves masajes, lo llevaba a su nariz y respiraba hasta inflar su pecho, como intentando desaparecer todo rastro de olor en su cabellera. 

“Bueno, todo ha terminado por ahora, ya hice lo que tenía hacer, esos tontos me pagaron por hacerlo, ¡pero qué idiotas!”, dijo Julio en tanto que daba largos pasos que simulaban a las de un corredor, levantando el rostro al cielo para que su voz ascendiera y causara revuelo entre los pájaros de un árbol. “Claro, que inteligente fui, no les dije que yo eso lo hago a diario, gratis, pero si es solo coger un cuchillo y pasarlo suave y matemáticamente (matemática, je) por el cuello. ¡Ohh, qué tontos!”, gritó y luego soltó una larga y desagradable carcajada que despertó a la propia noche.

Minutos antes había cumplido con su parte del trato, 50 soles por un cuello abierto en un par de segundos. Y ahora caminaba presuroso por la calle, de noche. “Debo llegar rápido a mi casa, mañana será otro día de cuellos y pan para comer, si no como, jjejeje”, pensaba. A lo lejos divisó a una muchacha que daba brincos, que encendieron sus ojos de un leve brillo y crearon en su boca un rictus sutilmente arqueado hacia arriba. Ella no lo había visto y cambió el rumbo hacia un callejón que se abría en medio de la calle, dando un saltito y cayendo de puntitas. Julio se detuvo y llevando su mano al mentón, deslizó sus dedos en un lento sube y baja a través de su barbilla lampiña, mientras sus ojos se dilataban y mostraban una rara expresión parecida a la ansiedad.

“Qué más da, qué puede suceder, hoy es una noche en la que me siento bien, con ganas. ¡jjajjaja, pero qué risa¡, cómo caminaba. Qué chica más extraña. Ahora que me vea…”, pensó y continuó avanzando, más rápido. Antes de voltear hacia el callejón, se agachó y llevó su brazo al suelo. Al ver que la joven se había detenido frente a una flor marchita, llevó rápidamente sus manos al bolsillo.

Ella aún no se había dado cuenta, envuelta en sus conversaciones con la flor. “Ya ves amiguita, tú eres como yo, somos bonitas pero marchitas, estamos solas, solas, je, ahora te llevaré conmigo y serás mi amiga, ahora que ellos ya se fueron, tú si me crees, no, claro, tú eres como yo”, decía mientras acariciaba los pétalos rojos.

De pronto, sintió en su hombro una mano que la apretó con sus largas uñas y al voltear se vio ante un hombre corpulento y alto de cabellera larga que la miraba fijamente al tiempo que abría la boca y levantaba el brazo hacia su rostro.

“Esto es tuyo, amiga, se te cayó antes de que voltearas… jajaj, qué rara eres… no deberías estar a estas horas en la calle, sobre todo con esos saltitos…”, le dijo. “Mi pajarito”, respondió para sí sola  apretujando esa cosita amarilla de alas contra su pecho. “Y tú quién eres, no serás de ellos, no… no, je, tú si me quieres, me has traído mi pajarito, a este si no lo maté porque era bueno, no como esos. Te voy a presentar a mi nueva amiga”, murmuró al oído de su pajarito.

“Oye, ven, ven conmigo, vamos, que hace mucho frío. Tienes hambre, en casa tengo una gallina recién cocinada, yo mismo la maté, es muy fácil, solo se le coge el cuello con algo de fuerza y listo, te va a gustar, debes estar hambrienta, luego ya veremos qué hacemos… pobre niña, y tantos hombres que pagan 50 soles por matar a un pollo, maldición”. Julio la cogió de la mano y los dos juntos salieron del callejón y caminaron por la vereda, mientras la joven le contaba que no quiso matar a esos animalitos que le trajeron como obsequio. Él la escuchaba.  “Jajja, yo te creo, además, ese pajarito se ve muy bonito, a mi esposa y a mis hijas también les va a gustar”. “Verdad que sí”.













17 sept 2010

Lo que pasó en el bus

Mientras subía al autobús se sintió como parado dentro de una vitrina, a la vista de miradas escrutadoras, apresuró el paso en busca de un asiento y tras dar una revista rápida –a la derecha, un anciano barbudo emitía unos ronquidos mientras dormía; a la izquierda, unos ojos enormes y femeninos que lo desnudaban de pies a cabeza-, encontró un asiento vacío. 


Una joven muchacha levantó la vista y la bajó inmediatamente después de que los ojos de Carlos chocaran violentamente con los suyos. Ella volteó el rostro y aparentó contemplar el paisaje, mirando de soslayo cómo es que Carlos se paraba frente a ella y le decía: “Disculpe”, señalando con su dedo índice el asiento vacío. La joven, sin subir la mirada, movió maquinalmente cadera y piernas creando un espacio entre su cuerpo y el respaldar del asiento delantero, para que Carlos lograse pasar (Carlos creyó recordar –soltando un suspiro- una antigua sensación al rozar sus piernas desnudas, suaves, mientras ingresaba por aquel espacio).


El auto avanzaba por una larga autopista. Más allá no se divisaba más que la lontananza de un atardecer de fuego. En el cielo dorado bandadas de pájaros azules formaban perfectas figuras: un cuadrado, luego un triángulo, después una media luna. Una que otra por segundos se separaba del grupo y se reponía de inmediato (su compañera de al lado le quiñaba el ojo: vamos). A ambos lados de la autopista un valle se extendía plana, en ella animales se alimentaban hasta el hastío, levantando sus caras con la hierba cayendo de sus hocicos. Más allá el valle era resquebrajado por un río que se perdía entre las montañas cuyas coronas se ocultaban entre la niebla. De los árboles nacían cuchicheos de animales que trepaban y descendían a través de troncos y ramas.


Carlos se sentó y un pétalo carmesí, quien sabe de qué árbol, se echó contra la ventana y durante un buen rato no se despegó, atrayendo la mirada de la joven. Ella primero le echó un reojo, algo tímido, como quien quiere y no quiere voltear. Pero fue más su curiosidad que la impulsó a mover su cuello y cara, tan suavemente como una muñeca de jebe. Sus enormes ojos felinos y pardos parecían comerse la ventana, quietas, como si hubiesen adquirido cierta autonomía y viviesen, separados de su dueña (¿La Nariz de Gogol?). Era un maniquí. De pronto la joven levantó el brazo hacia el punto donde descansaba el pétalo, que ya comenzaba a desprenderse, pero fue cuando se percató de Carlos, quien no dejaba de mirarla sin que ella se dé cuenta.

Aquel encuentro de miradas fue tan incómodo que me da vergüenza relatar la reacción de ambos y su proceder en los siguientes minutos. Pero lo haré, ya sea por el bien de la narración, y porque, en realidad, es la esencia de esta historia.

Carlos contrajo un color enfermizo en su rostro. Sus mejillas eran dos manchas rojas que se expandían por su cuello. Él, sin embargo, la seguía mirando. Subía y bajaba la mirada. Se rascaba el pelo. Hacía todo menos quitarse de encima el estúpido gesto de mirarla sin atinar a decir absolutamente nada, un hola, que tal, ja, el pétalo, muy bonito… no, la miraba y lo peor de todo es que parecía desnudarla y ella, mira que sorpresa, tampoco decía nada y solo le daba un mohín ingenuo a su cara, agrandando más y más sus ojos, porque en el fondo algo crecía dentro de ella y subía por su cuello, pasaba por su nariz y salía por sus pupilas. Un violento movimiento del bus -¡gracias a Dios! diría un pasajero de lado- acabó con aquella escena, pues ambos recuperaron sus vidas y volvieron a su estado inicial de indiferencia, aunque ya no sería el mismo. Una semilla había sido plantada.

El auto seguía avanzando y ambos, Carlos y la mujer, jugaban a no mirarse. Algunos baches de la autopista, que presentaba superficies cada vez más desiguales, los hacía saltar como dos muñecos. Era una imagen graciosa. Iban de arriba abajo mientras se cuidaban de no voltear la mirada (“no vaya a ser que vea que lo estoy mirando,  y en esta situación, ay”). Cuando el auto comenzó a avanzar como un río limpio, sin rocas, ambos soltaron un suspiro que por poco se les sale el pecho. El rojo de sus mejillas fue desapareciendo como de escena a escena en una película. Sus pupilas parecían dos bolas de canicas que se movían de lado a lado, inquietas. Sus cuerpos se creían petrificados por el frío, aunque en ese momento 30° los bañaran en sudor. La tarde empezaba a esconderse por las montañas, con una sonrisa brillosa que chocaba con la ventana del autobús. El ambiente se oscurecía y asumía un color plomizo, más bien pardo, mientras del cielo bajaban gritos de aves que emigraban en sentido contrario. El rostro de Carlos era cubierto por la noche y la luz amarilla del auto y la mujer empezaba a bostezar. Llevó la mano a su boca abierta y cerró dos veces los ojos antes de dar un último reojo a su costado, hacia Carlos, para luego bajar la cabeza y dejarse atrapar entre los brazos de Morfeo.  Carlos esta vez no lo pensó dos veces. Era como un niño frente a una pintura o un regalo o un paisaje que siempre esperó ver y que ahora tenía al costado, y ahora al frente, frente a su vista, dormida, con el cuello retorcido hacia su lado, soltando un aire suave por las narices y la boca, un aroma que llegaba hasta sus narices estremeciendo su cuerpo y lo hacía ingresar también al mundo de Morfeo, junto a ella, con sus cabezas chocando.


El murmullo de los animales nocturnos era una canción para los niños que se divertían en la noche, luego de haber dormido gran parte de la tarde, en los asientos donde jugaban a estar en un bosque. Se habían perdido, según lo sugería el más pequeño, y ahora debían cruzar entre la enmarañada selva. “Tenemos que defendernos, coge ese palo, yo lo haré con mi escudo, ya”, dijo el otro. El silencio era sorprendido de rato en rato por el rugir de algún felino a lo lejos. Cuando eso sucedía, los niños daban un salto en el asiento (en el bosque) y avanzaban dando pasos altos y largos, lentos, con la espalda encorvada por el miedo. La luna pintaba un cielo negro celeste.

De pronto escucharon un sonido entre las hojas de un muro de plantas. Algo parecía moverse adentro, sin asomarse (adelante alguien se movía en su asiento). Los niños se pusieron en posición de alerta. Uno levantó el palo y el otro alzó el escudo, ambos imaginarios: “quién anda ahí”, dijo el más pequeño. Pero no recibió respuesta. Entonces escucharon una voz que los hizo saltar esta vez más alto de sus asientos: “hey, pequeños, a dormir, es suficiente por ahora, ya son las 3.30 de la madrugada”.


El cielo oscuro parecía un telón que lentamente era levantado por alguna mano dándole lugar a un blanco y a un brillo que subía tan suavemente como la resaca de una ola tras romper en la arena, transparente, al tiempo que las flores se despertaban desperezándose tras haber dormido la noche, acogiendo las primeras abejas obreras que van en busca del pan para comer. Los primeros rayos de sol dieron contra los rostros de Carlos y la mujer. Ambos abrieron los ojos achinadamente y grande fue la sorpresa cuando vieron rozar sus caras tan juntas que parecían una sola. Habían dormido apegados y con los brazos envueltos uno del otro.


En ese momento el autobús tuvo su primera parada y ambos bajaron. Los dos no volvieron a subir, pues era el destino que buscaban. Y nunca se volvieron a ver. O quizá sí. En estos días no sé qué creer.





2 jul 2010

Cuidado con el loco



Frente al balón, el Loco Sebastián Abreu se alistaba a pegar el tiro penal que le daría la clasificación a Uruguay. En su extraña expresión parecía recordar los momentos previos a los penales. Habían pasado por un enloquecedor empate y, ahora, una misma locura podía darles la clasificación. Los ciento veinte minutos se leían en su frente.

A los cuarenta y siete minutos del primer tiempo, Ghana anota el primer gol. Los africanos jugaban mejor y Uruguay ponía garra. Los minutos pasaban, pero los celestes veían su sueño caerse de a pocos. Sin embargo, cuando Ghana ya veía el triunfo, a los cincuenta y cinco de segundo tiempo Diego Forlán empata con un tiro libre que la Jabulani se encarga de no fallar. Era el empate que no tranquilizaba a nadie y que, por el contrario, impuso una mayor fuerza y entrega en cada balón que se arrastraba por el gramado verde del estadio.

Así fue todo el partido, garra y entrega, una fuerza espiritual y mental de dos equipos que no merecían, en ese momento, quedar fuera del mundial en un encuentro de ciento veinte minutos. Pero al fútbol se le dio de nuevo por no creer en merecimientos. Ni en justicias. Tampoco en deseos. Por eso a los ciento diecinueve minutos postreros un enmarañado grupo de jugadores comienzan a saltar en el área, tras un balón que llega de la esquina como centro. Uno cabecea y despeja, el otro la coge y la revienta contra el arco y justo cuando iba a entrar el otro se encarga de despejarla hacia el medio en donde otro más la recibe con un crismazo que hace que el balón no tenga otro destino que la red uruguaya si no fuera por la mano de un defensa que revienta el balón y termina por acabar con aquel cuadro de figuras alborotadas. Pero era penal y él se tenía que ir. Y Uruguay lloraba.

Pero quien lloró al final fue Ghana, pues  Asamoah Gyan mandó la redonda hacia el travesaño posterior del arco que desvió el balón directo al cielo y al olvido junto con los sueños de cada uno de los ghaneses que no acaban de entender que había sucedido. Qué carajos había sucedido.

Y ahora, luego de fallar Ghana un penal y Uruguay otro y Ghana nuevamente otro y de completar esta locura, el Loco Abreu parecía pensar en todo, con el balón a dos metros de sus pies y con él pensamiento de que en sus chimpunes se sentenciaría una clasificación histórica y con esa locura unida a su locura llegó hasta la quieta redonda, pensando en el gol del empate, en la mano bendita, en el otro penal fallado, en su pequeño país de tres millones y medio de habitantes y en el arquero africano a quien tenía pensado bautizar con su locura, pues ahora él pateaba el balón y el guardameta volaba hacia el lado derecho viendo de reojo y con el ojo extasiado y desorbitado como la redonda flotaba en el aire, derechito, ni para la izquierda ni la derecha, suave y bella, hasta caer lentamente dentro del arco y desbordar un país que después de cuarenta años vuelve a pasar a semifinales.